por María Zambrano
Suelen dividirse los hombres que han dejado memoria de sí en aquellos que hacen y aquellos que cantan o piensan sobre lo que otros hicieron o simplemente sobre lo que pasa en su torno: poetas y aún filósofos -si por filósofo se entiende el que se siente obligado a dar cuenta del Mundo que encuentra, a la luz de una idea que lo juzga o ilumina. -Y no es frecuente que ambas cosas, la acción y comentario, el hacer y la expresión se reúnan en un hombre solo. El hombre de acción, se ha dicho, piensa después de haber actuado, y rara vez lo cuenta y, menos aún, echa sobre sí la penosa tarea de descifrarlo. El hombre de acción suele destacarse por su mutismo.
Diríase que el hombre de acción y el poeta viven tiempos distintos y que mantienen una distinta relación con lo más decisivo de la vida, con la muerte. Al hombre de acción la muerte parece llegarle de improviso, le sobreviene como a un cazador cazado. A todo el que no medita o poetice, la muerte le llega de sorpresa. Mientras que al poeta y al meditador aunque no le hayan dedicado sus pensamientos, la muerte les llega desde adentro, de un modo íntimo, como la madurez natural de un fruto logrado, pues no se trata de un proceso de la conciencia, sino de la intimidad; y del modo en que se vive el instante, vaciándolo de su sentido recóndito, descubriendo su relación con el remoto instante ya ido, anticipando el porvenir. Poetizar es recordar; meditar más bien anticipar o anticiparse, viviendo de antemano, proyectando. Y es este doble movimiento de la intimidad el que parece crear ese modo de ir hacia la muerte, haciéndose amigo de ella, como la finalidad de la vida y no en brusco término.
No parece haber huella de presentimiento, ni la más leve preocupación ante la muerte en esas últimas páginas que Martí escribiera en el “Diario de Cabo Haitiano a Entreríos” (sic). Quizá él no imaginaba que iba hacia su fin, o quizás no quiso transcribirlo, mas la existencia misma del Diario, su tono y una específica calidad como de misterioso temblor del alma ante las cosas que parecen herirle, hace que sea un testimonio de los más preciosos y raros que un hombre pueda dejar, más que un testamento, cosa del pensar; un itinerario de su morir, cosa del ser.
Es la cercanía de la muerte gran reveladora; no hay además de ella sino esa angustia de la culpa para hacer que el fondo secreto de la persona salga a la luz, se manifieste, en esa acción que es la Confesión, la simple confesión literaria. Mas los autores de “Confesiones” lo han hecho desde una conciencia ganada por la angustia, empujados por el anhelo de darse a comprender. Cuando no se siente esta angustia de la falta, y la muerte se deja sentir desde adentro, es porque algo ha sucedido; algo que devuelve el estado de inocencia -esa inocencia que suponemos en el niño-, un candor que es desnudez del alma que se deja herir por toda cosa, que vibra despidiéndose sin saberlo; y una paz profunda en ese adiós.
Es lo que el “Diario de Cabo Haitiano” de José Martí trasmite a quien lo lee; va desnudo y sin secreto, sin sombra de máscara casi, como si hubiera muerto ya... y estaba vivo; viva, sin defensa alguna, toda su sensibilidad que recoge la imagen de cada árbol, de cada mata, de cada gesto y figura viviente: la jutía degollada para el condumio, la taza de café con que les acogen los amigos y seguidores. Y aquellos forajidos fusilado el uno, salvados por él los otros dos -“aconsejé y obtuve el perdón”. Percibe la diferente forma que el terror toma en cada uno de ellos. Nada se le escapa, ni el color de unas flores ni las nubes que pasan por el cielo, ni el vestido de una niña, ni la actitud remisa de algunos hombres esclavos del salario. Quizás él no supiera claramente dónde iba o no quisiera -por pudor ante el misterio último saberlo- pero sí sabía de dónde venía aunque apenas lo deje entrever. Pues ¿qué le ha pasado a un hombre que se deja herir con tanta paz y que alcanza tiempo para escribir esas miles de heridas que todas las cosas le infieren? Diríase que ha ido más allá de la esperanza, que la ha dejado atrás.
¿De la esperanza? No dudaba del triunfo de la causa a que se había entregado; la sabía cierta, inevitablemente cierto, más allá de los combates que faltaban por dar, cierto en virtud de la necesidad histórica, la sabía cierta quizás porque había cumplido... ¿Qué le había pasado, pues?
Hay algo que cuando se cumple deja al protagonista como en la orla de la vida; el sacrificio. Difícil palabra, imposible casi de usar, por el abuso que de ella hizo el romanticismo y por algo más grave aún: porque el sacrificio es la acción que vence a la ambigüedad en que se debate siempre la vida de todo hombre y más aún la del hombre de acción. De sacrificio suele revestirse toda ambición desmedida. Y hay cosas que solo de otro pueden decirse que cuando se dicen de sí mismo: sacrificio, humildad, suenan a falso. ¿Se entiende acaso que alguien diga: “yo que soy tan humilde”? Deja de serlo en ese mismo instante; así el que sabe que se sacrifica de modo conciente, torna ambigua, dudosa esta acción que necesita, para ser cumplida, ser inocente.
Ser realizada en la inocencia, no quiere decir no ser sentida. Pero el sentimiento es tan íntimo y total que no deja lugar a la elocución. No puede ser declarado; se siente, pero no se sabe.
Iba hacia su muerte, la suya; pues sólo alcanza una muerte propia, aquel que ha cumplido hasta el fin. Quien ha realizado su hazaña pasando por todos los momentos esenciales que hacen humana la vida del hombre: angustia, amargura vencida a fuerza de generosidad; soledad, esa soledad en que el ser se siente a sí mismo temblando y como perdido en la inmensidad del universo y también la compañía de todas las cosas, las más altas y lejanas y las más humildes y próximas. Quien ha realizado el doble viaje: el descenso a los infiernos de la angustia y el vuelo de la certidumbre. Martí había recorrido la órbita de un hombre que asume total, íntegramente su vida: por eso teme su muerte propia, íntima, que le esperaba como el signo supremo de su ser.
Se había vencido a sí mismo -que tal cosa es sacrificarse-. Nacido poeta tuvo que ser hombre de acción. Y toda acción es de por sí violenta. Todos los dones que había recibido -dones y castigos al par que hacen de un hombre poeta- habían de tirar de su ser para llevarle a una aventura íntima, a una de esas aventuras que se llevan a cabo apartándose del mundo y de todo lo que es lucha. No quiso. Y se le siente y se le ve resistiéndose de su condición terrestre, imponiéndose el deber de ser hombre; cumpliendo como en sacrificio ritual de la virilidad, el entrar en la violencia. Al hacerlo así, apuró su destino de hombre; pues no tenía vocación guerrera y fue a la guerra -laberinto de violencias- por destino. Pertenecía a esa clase de seres a quienes la simple violencia que es todo vivir, el de todos los días, le es un cilicio y hasta una cruz. Su destino no le estuvo dictado por su temperamento, no por un deseo de evasión; se hizo a sí mismo en contra de sí, de sus gustos. Por amor a la libertad vivió en una absoluta obediencia. Y eso es el modo más alto y noble de ser hombre.
La Historia nos presenta a lo largo de las épocas personajes de una rara calidad que los separa de todos los de su rango. En el Imperio romano es Marco Aurelio, quien deja sentir su tormento de ser emperador, de tener que mandar, que ser inexorable, el que hablaba a solas consigo mismo, en largos insomnios de la conciencia en vela. Y en Hamlet en el mundo de la ficción -tan real- que habiendo nacido para soñar y meditar tuvo que hacer por su mano la justicia. Son los “débiles” que por una paradoja de la condición humana han de ser los más fuertes, y lo logran.
Y aún en la vida que no quedará escrita en la historia, en la vida anónima, la paradoja viene a ser la misma, son los llamados débiles quienes alcanzan la suprema fortaleza. Pues en esto no hay diferencia esencial alguna: es la moral única que podría enunciarse en una forma valedera para cualquier condición humana: Toma tu cruz, vale decir, asume tu destino, por mucho que contraríe a tu deseo, a tu placer, y aún a los dones que recibiste por la naturaleza. Lo cual lleva, cuando se hace, a tener que inventarse a sí mismo, a tener que crearse a sí mismo, rehaciéndose en cada instante, viviendo con la ciencia desvelada todos los menudos incidentes sobre los que los demás resbalan. Así José Martí a lo largo de su vida; escribir su biografía sería escribir la biografía de un puro sacrificio.
Y sólo así se explica esa inocencia poética que le acompaña en todos los momentos de su acción y que se hace nítida en el extremo de la pureza que es la simplicidad, cuando va camino de su muerte. Había llegado a esa etapa final de la perfección moral que es el desasimiento: ¿qué podía temer si nada tenía que ambicionar? Se había ido reduciendo a sí mismo hasta quedarse en el esqueleto y menos y más aún, en ese fondo último de la persona, en algo intangible. Él mismo lo dice en esas páginas como suelen decirse las íntimas verdades refiriéndolas a otro: “El que no quiere gente a caballo, ni lo monta él, ni tiene a bien los capones de goma, sino la lluvia pura sufrida en silencio.”
“La lluvia pura sufrida en silencio”... es el mismo Martí quien la sufre y la ha elegido como el elemento de su ser. La intemperie. El trabajo incesante de los hombres ha sido desde siempre el hacerse una casa y una casa es también la Cultura, las Leyes, la Historia... y hasta el Arte. Pero ha habido hombres que han querido vivir a la intemperie, para sentir hasta calarles los huesos esa lluvia incesante que siempre cae, sin protección, sin albergue. La lluvia pura del destino aceptado como algo celeste. Soportar la inclemencia que viene del cielo, de lo que está sobre nuestras cabezas... Es la forma de ser habitante del Planeta, de vivir un destino humano sobre la Tierra. Y esto para dejar una Casa hecha para los otros, para todos.
Por eso Martí no podía dejar de ser universal, de sentir universalmente el trozo de historia que le tocó vivir. Pues que su acción brotó del amor y fue mantenida por la conciencia en vela. Dejó esta acta de nacimiento a la Nación Cubana: haber nacido, no de una ambición partidaria y particularista, -de un afán de escisión-, sino de un anhelo de integrarse en la Historia Universal. Por ello, la idea de Libertad fue el eje y el último argumento de su obra, pues la Historia Universal es en el fondo la Historia de la Libertad.
Y la universalidad no excluye, sino que exige para conjugarse con ella la intimidad más entrañable. En un repliegue del campo cubano le esperaba la muerte, la suya, esa que sólo alcanzan los limpios y humildes de corazón. Y él describe este lugar donde cayera: “...El verde estribo de copudo verdor, donde con un ancho recodo al frente se encuentran los dos ríos: el Contramaestre le entra allí al Cauto... allí hay arboleda oscura y una gran ceiba.”
Y junto a la ceiba, ese árbol que pudiera ser la más pura expresión de la tierra y del cielo de Cuba que parece tocar con su copa, habría de caer para levantarse en una doble existencia: allí donde ya no hay más lluvia que sufrir y aquí, como un desvelado guardián de su pueblo, pura voz para ser oída en el silencio.
A su muerte podrían aplicársele aquellos versos del poeta Antonio Machado -alguien que tuvo su muerte propia por el sacrificio- “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontrarás a bordo, ligero de equipaje / casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Revista Bohemia, La Habana, febrero, 1953.
Tomado de La Cuba secreta y otros ensayos,
introducción de Jorge Luis Arcos,
Madrid, Ediciones Endymión, 1996. (Anuario CEM, no. 27).
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