lunes, noviembre 23, 2009

Una hora de silencio por Martí.

por Luís Amado Blanco

He tenido que cerrar las puertas, que clausurar las ventanas, que tirar a la calle los periódicos y las revistas, que desconectar la radio y la televi­sión, que descolgar el teléfono para quedarme solo, solo y en silencio con Él, con su bella prosa pura. No se puede dialogar con José Martí en medio de una plaza pública cuando sus hermosas palabras se mezclan con las palabras de los mercaderes vecinos. No se puede oír su voz con eco de eternidad cuando los charlatanes vociferan levantando la nube gris de las intenciones al tanto por ciento. No se puede sentir su corazón traspasado de tanta congoja en la sala de la más terrible disección que pudo soñar un loco profesor de Anatomía. Lo quieren muerto, muerto y mudo, y yo lo quiero vivo, junto a mí, sin que nadie pueda meter entre los dos el frío puñal de la irreverencia. Que si esto, que si lo otro. Que si por un ferroca­rril que se inaugura, o por un Liceo que se abre, o por alguien que se va de viaje, o alguno que ha escrito cuatro bagatelas, o por la niña que recita demasiado pronto sus Versos Sencillos. Por todo. Las bocas de unos y otros, pegadas al silencio de su oído para preguntarle por qué escribió aquello y por qué dijo lo otro y por qué aquella noche tuvo un arrebato de amor y trató de comerse la luna. Todo el mundo queriendo vaciar sus bol­sillos llenos de estrellas, todo el mundo saboreando su vino porque al fin el vino de Cuba calienta los cachetes de muchos traficantes de la cosa pública. Y por pedirle prestado al ingenio que no tienen, y por querer colgarle la intención que ellos quisieran demostrar para lucir luego la me­dalla de un hallazgo histórico. Y también los que lo han tocado con buena voluntad y buena inteligencia, y después; con la poca voz del mucho respe­to, nos dicen su pequeña verdad sobre un hombre tan alto. Todos hasta yo mismo, que el que esté libre de pecado tire la primera piedra. Una avalan­cha de interpretaciones de comentarios, hasta de rumores. Un griterío de alabanzas invadiendo hasta el eco, para que todos nos quedemos sordos y ciegos de aquella figura excelsa, que llena el horizonte de Cuba.
Hace algún tiempo, primero desde la tribuna del Penn Club y luego des­de las páginas de la revista Bohemia, expliqué cómo había conocido literariamente a Martí por mano de Pepín el mulato, un ilustre zapatero remendón de muchas luces y callada sapiencia que vivía allá en mi villa astur rumiando los clavos de las suelas y la añoranza azul de su Cuba querida. Tenía yo diecinueve años y aún me quema la emoción de las primeras lecturas en los periódicos y revistas originales donde aparecían trabajos del Apóstol. Ya de noche, cuando todo se quedaba en silencio y únicamente me acompañaba el ronco bregar del Cantábrico y el suave repi­queteo de la lluvia. Él y yo mano a mano, sin ruidos ni alborotos, de corazón a corazón que es cuando se entienden las cosas y llegan muy aden­tro. Después, siempre igual buscando la soledad para oír mejor y para que sus espadas se clavaran bien hondo en mi carne de muchacho famélico de justicia para el bello mundo de mis esperanzas. Así lo he amado hasta la angustia y así anhelo que lo amen mis hijos, acercándoselo hasta la entraña en horas de recogimiento. Así. Y por eso, tal vez por eso me da miedo este clamor de gloria, esta nube de incienso que justamente levantamos por Él y para Él en el Centenario de su nacimiento.
En el río que corre rumoroso hacia la muerte del mar, podemos ver una y otra vez, el espejo tierno del paisaje que nos rodea, y vernos a nosotros mismos metidos en la claridad del agua que camina hacia su destino. Ja­más de este modo, en los torrentes, espuma y más espuma, fragor, sin nada más que el lujo de las ondas. Y queramos o no queramos hemos agitado tanto y tanto el curso de las aguas, que ya no podemos vernos sino ver, contemplar sin enseñanza mutua ni lección eterna. Comprendo que no hay otra manera de celebrar el júbilo de la presencia de Martí por este mundo nuestro y suyo, tan querido y luchado por sus constantes agonías de hom­bre sin sombra, pero así y todo bueno será que nos detengamos un momen­to, que demos reposo a la garganta, que dejemos en paz su perfil de mármol para la íntima paz de su tarea. Lo estamos alejando de nuestro lado por mucho querer tenerlo cerca y hablar de Él a todas horas. Estamos asustan­do a los niños y a los adolescentes con ese complicado retrato de su rostro en la apetencia de todas las metas, de vuelta de todos los senderos. La grandeza última de Martí, está en no haber dicho más que lo justo, en no haber escrito ni una palabra de más ni tampoco de menos, en no haber hecho sino lo que debía en el minuto preciso. Y esto no se puede decir a voces sino con voz de alma, de ti para mí, de Él para todos los que soñamos diariamente con la verdad de su grandeza.
Una hora de silencio por José Martí, está reclamando la luz de su nom­bre. Una hora de silencio para que nos entregue su lampo y su misterio, para oírlo palpitar de nuevo a nuestro lado con la naturalidad de los elegi­dos. Una hora para estrecharlo sobre nuestro pecho y decirle con sinceri­dad, y hasta con lágrimas hacia qué Norte apunta nuestra brújula.

9 de mayo de 1953
El autor obtuvo el Primer Premio Juan Gualberto Gómez (1953) por este artículo.

Publicado en Juzgar a primera vista, (compilación de artículos de Luís Amado Blanco)
Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana, La Habana, 2003.

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