lunes, agosto 31, 2009

La exhibición de flores

Crónica publicada en el diario La Nación,
Buenos Aires, 11 de enero de 1891
Orquídeas y crisantemos. -Las palmas.- Las plantas humildes.
-Una casa de bodas.-El Día de Gracias.

Nueva York, 28 de noviembre de 1890


Señor Director de La Nación:

Ni en el misterio de las últimas elecciones pensaban ayer los neoyorquinos, ocupados en celebrar al sol el Día de Gracias; ni en las quiebras, que han sido muchas porque los negocios artificiales, como la política de intriga, son palacios de barajas, que con una que caiga, como decían que iba a caer Baring, se vienen al suelo las demás; -ni piensan en la guerra temida de los indios sioux, que están bailando sin cesar la danzas de guerra, con alaridos y éxtasis de fanático pavor, cuando creen ver que baja del cielo en el lomo de un águila, armado con la flecha invencible, al Mesías, que como un soplo que corte como la hoz, ha de echar de sus valles, de sus florestas, de sus colinas, al blanco que les compró la tierra de sus abuelos por pan y por ropa, y ahora los echa de su último rincón, y les pone a los pechos la artillería negra, cuando los indios, hambrientos, y desnudos, van, con la ley de la venta en la mano, a pedir pan y ropa. Ni en la parada del Día de Evacuación se piensa, la partida en memoria del día en que salieron los ingleses de Nueva York, que es cosa de viejos, que halan la pierna de palo, calle sobre calle, con el fieltro a los ojos, detrás de la bandera que ondea en silencio entre la multitud indiferente y despedazada. Es el día de “mostrar agradecimiento al Ser Supremo”, según dicen las proclamas del Presidente de la nación y los gobernadores de los Estados, “por los beneficios de que disfruta por su merced el pueblo más próspero y libre de la tierra, y por el crecimiento y las grandezas futuras que en sus designios misteriosos le tiene el Ser Supremo a este gran pueblo reservados”. ¿Y va el país a las iglesias, a “dar gracias a Dios”, por lo que fue y por lo que dicen que va a ser, con la cabeza mansa del que oye en las alturas el trueno prepotente, y en la mano el devocionario o el salterio? ¡Oh no! El día está hermoso, y la iglesia es el mundo. El cazador sale de mañanita con su perro, a ejercitarse en matar que es sin duda oficio de hombres. Con el blanco al frente, que es amarillo y rojo, van a los suburbios, donde no dañen las balas perdidas, los clubs de tiradores, unos de blusa y casquete, y calzones a la rodilla, otros de máscara, vestidos de irlandés, en chaleco y sombrero de pelo, con la pipa caída por la barbaza roja, o de chinos y mexicanos, con trajes de seda y alamares de oro, o de sacerdote negro, de espejuelos y levitón, montado en un burro, y otro burro a la cola, con el barril de cerveza. Los pilluelos peroran en las esquinas, con los diarios bajo el brazo, la colilla pegada al rincón de la boca, y la nariz al viento, mientras abra las puertas algún caserón hospitalario, donde habrá pavo y pastel hasta morir, y “!quién sabe, Jim, si nos dan para este frío terrible algún chaquetón viejo?” “! Brrr, Jim, que se me hiela este pie descalzo!” Y niñas y damiselas pasean la ciudad, con los colores del bando de pelota que van a favorecer en el juego famoso de la tarde, colores que lucen en cinta alegre al brazo de la damisela y en un moño galán al cuello del perro que lleva de la mano. Allá van, y allá iremos por la tarde, a ver cómo juegan la pelota de pie, a rodillazos y cabezadas, ante un circo de veinte mil vociferadores, los once estudiantes de Princeton, amarillos y negros, contra los estudiantes de Yale, los once azules. Allá va todo Nueva York, en coche de campo, con trompetas y mujerío en la imperial;
-en los vapores de música y bandera; -en los trenes, que bufan por el aire, ahítos y rezagados. Ahora, entre lo más fino de la ciudad, vamos a Madison Square, con sus torrecillas que parecen banderolas, y la torre mayor que como un asta echa el edificio enorme al cielo, vamos en la mañanita fría a ver la piña triste y la palma a medio helar, y las orquídeas venezolanas y la sensitiva, que dicen que es lo que ha de verse en la exhibición de flores. Y la dionea, la ostra de las plantas, que se abre traidora, enseñando a la mosca incauta el seno de carmín, y sobre la mosca presa cierra los dos pétalos verdes, con pestañas que se montan y aprietan como los dedos de las manos. La “trampa de Venus” llama la gente a la dionea, que es friolenta y menuda, y crece una con otra como chismeando y en rebaño. Al fondo, caídas por el tronco las hojas peludas, como cabezas de toro, colgadas de trofeo alrededor del mástil, domina el jardín, cercado el pie de dátiles enanos y livistonas hojirredondas, la palma del desierto, de abanicos erguidos y vigilantes; la Seaforthia elegans. De un tallo quebrado pende un abanico, seco.
Rosas, apenas hay, sino las que componen en ramos, con sus manos ágiles, las doce floristas judías del mostrador redondo, sentadas, con sus ojos negros, y con un clavel rojo en el delantal, entre florones de crisantemos blancos. Y estas ramilleteras de dedos vivaces, con uñas pulidas de corte de almendra, no ganarían los diez privilegios que otorga sabio sumo en el arte fino de las hojas y las flores, a quien las pone de manera, en el vaso de bronce o de bambú, que por el ramo se sepa si el huésped agasajado es hombre o mujer, o si la casa de la boda es del novio, lo cual se dice con las flores rojas, o de la novia, que se dice con blancas. Ni el derecho de tutearse con la majestad, ni la soltura en casa de los príncipes, ni el consuelo de distraer las horas solas, ni el gusto de conversar en familia con la naturaleza, ni la salud de la carne y de la mente, ni el poder de olvidarse de los pesares, ni la bendición del carácter amable y cortés, ni la abnegación y señorío de sí propio, ni el espíritu religioso y respeto de la humanidad, merecen, -a los ojos del vizconde de Tokío que del brazo de su novia cuáquera visita la exhibición,-estas floristas culpables que ponen hojas de otoño con flores de mayo, o sofocan un lirio que ha de esplender solo, entre claveles o violetas, o ponen sin respeto, las flores amarillas, que son damas, con las rosadas o púrpuras, que son flores viriles, o ponen a un lado y otro del ramo la misma flor, sin esparcir el color de una parte, con matices afines, de modo que se esquive la monotonía, o ciñen el ramillete con un redondel de hojas, como la corona de un calvo. La flor es alma, según el vizconde japonés, y ha de hablar a ella. ¿Quién habla en voz alta, en las casas del Japón, cuando están juntando flores? De estos cuidados finos tienen los japoneses el corazón cortés y las manos pequeñas. Y sin ese mimo de siglos, y ese esmero y orgullo de todos, ¿habrían llegado los crisantemos de aquellas mesas, los hijos mayores de la humilde margarita, al esplendor amarillo del kioto, que es una majestad, altiva y crespa, o al candor de la shasta erizada, o al rosa blando de la siringa melenuda, o a ese plumón de nieve, el fúlgido hardy, o al sol rojo de los rayos blancos, el crisantemo de la maravilla? -Mil quinientos pesos vale un hardy, en los invernaderos de Short Hill. El vizconde japonés, arrebatado, pide allí mismo, en una hoja de su cartera, una maceta de hardy, para la casa nueva de la cuáquera.
Lejos, detrás de las orquídeas colgantes, o prendidas en las ramas de naranjos y de jazmines, brillan en masas, en tres canteros enormes, los crisantemos rojos, los amarillos y los blancos.
El jardín de las orquídeas, por marco arrogante, tiene a ambos lados, con su florón cardenal de erecta y larga espiga, al más bello de los anturios, el Andreanum colombiano: como un asta de lanza sale de la gran flor, redondo y unipétalo, el pistilo de gratos verdes, recio y apiñado como una mazorca. En terrones fibrosos, o en cáscaras blandas, crecen, erguidas o pendentes, las parásitas encantadoras: cuelga el racimo de flor alba de un odontogloso: el oncidio está allí, el de las dos alas, y el que da en otoño su cáliz de más aroma, el cigopétalo, lanza al aire, como de una aljaba, sus flechas florecidas, habanas y violetas: el epidendro naranjado, de tallo esbelto, no desluce el dendrobio tricolor, ni la catleyea rosa y lila, con el labio de oro puro: ni puede ninguna de las lelias, frondosas y leves, vencer en finura, ni en el vago rosado, a la armoldiana lloronojo de flores refulgentes, como mariposas heladas, la vanda cerúlea. A sus pies, en su tiesto de hilaza natural, se yergue, con las fauces abiertas, el odontogloso tigrado, con la cabeza de unicornio.
Pero los cipripedios, grandes y generosos, son los que se llevan todas las miradas. Los niños no quieren creer que sean flores de veras, sino pantuflas, pantuflas que han echado tres alas por el talón. Hay pie de mujer que cabe, por supuesto, en el labio colgante con que el cipripedio lustroso ampara de los insectos ladrones su columna hermafrodita, con las antenas machos, como dos orejas, pegadas a la lengua blanda del estigma, que echa tubos abajo, hasta que se juntan con el huevo, los granos de polen que le trae en el lomo la abeja buscamieles, enamorada de la fragancia y el color. ¡Qué insectos, en aquella soledad divina, para estas flores enormes! ¡Qué ir y venir, de la vida del mundo, por el aire tórrido, entre las alas vibrantes, de la abeja fecundadora!
¡Y el pensamiento del cipripedio de poca miel, que echa listas de carmín a lo largo de sus tres pétalos blancos, y bruñe hasta que da luz su zapatilla redonda, para que la visite por la hermosura la abeja que lo desdeñaría, por su exterioridad! ¡Y la estrategia de esas otras flores, que crían crines por el borde interior de su zapatín, para que se le traben las patas al mosco hambrón que viene a beberse la miel sin tamaño, para llevarse con el roce el polen de la antena, o a roer, sin dar nada en pago, la piña dulce del polen! ¡Y el tallo peludo, y el barniz de la flor, para que no se le suba la hormiga de veneno, la hormiga colorada! La flor, ¿es alma en cierne, que sabe menos que el hombre, o es alma en pena, ya a punto de vuelo, que purga en la pelea, -hermoseando, como todo lo que padece,- sus últimas culpas? ¡Si está como que vuela preso por la cintura en su talle alto, el cipripedio lenchordum, con las alas colgantes y picudas, lo mismo que las de una golondrina! Unos llaman pantuflas de señora al cipripedio, de labio afilado como la proa de un bongo, y otros le llaman mocasín, porque en algunas flores es como el zapato indio, redondo por la punta con manchas como cuentas. El cipripedio barbado da flor blanca y carmín; la superciliar es la de la bota roja, con los tres pétalos listados, al modo del jacinto; la cardenal tiene el botín de sangre, y agudas las tres alas de leche; la expansum es de púrpura, con fajas de cebra; la grande es de brazos alunarados, color de rosa y carne; la insigne, que dura tres meses en el tallo, es de un blando amarillo.
Apenas visitan los curiosos el cantero de las hojas, donde las begonias no son tantas, y triunfa, en su menudez, la más bella de las campylobrotis, la campylobrotis refulgente, de anverso negruzco y ondeado, es como de terciopelo a la luz de la luna aquel extraño esplendor.
Las mejores marantas, con sus hojazas blancas y verdes, bordan el cantero, y sobre ellas impera, entre los crotones lanceolados, de pintas rojas y amarillas, y la Dieffenbachia de hoja colosal, entre dracenas matizadas y pandanus estrechos, malangas y vriesias, como lenguas retorcidas de cuchillo, entre la hoja de corazón de la alocasia cebrina y la bicornuda y hocicosa del philodendron de los paseos, la hoja triunfal, veteada de blanco, del anturio de cristal, que es la felpa más suave, de área gigantesca, y de un brillo fantástico.
Por la calle de los helechos, donde campea en su tronco velludo la cyathea, alta y finísima, y la alsophila de Australia, empina sus abanicos en el tallo de ojos donde rodean el gran asplenio de los nidos, con sus hojas en círculo como una corona de plumas, los adiantos espesos y rampantes, donde, como un vapor se mece, entre pteris y aspidios, el espárrago aéreo; por la avenida que bordan, macilentas, la piña enjuta y amarilla, el cactus senil, envuelto en canas despeinadas, y el plátano canijo, con la hoja en guiñapos y el racimo limosnero, se va al oasis de las palmeras, cercado de arena, donde crece, oprimida, la caryota frondosa y el coco de la mar pliega sobre el tronco los abanicos mustios, y la erica de anillos verdes puja la hoja difícil, y no circunda al dátil, como aroma cuajado, el globo de polen de bermellón radiante. En las esquinas, como erizos, abren las púas de su tallo rechoncho tres encefalartos de Lehmann.

¡Cómo que no tiene qué decir la gente a las palmas tristes y magníficas!
De la caryota hablan más, por su hoja espesa de helecho; de la cucúrligo, de hoja oblonga y de pliegues; de la de Panamá, la palma de los sombreros, que es fina como la seda, de hoja larga y venosa. Las damas de moda, con el traje a rastras, y el talle dorado entreabierto bajo la pelliza de armiño, no tienen ojos más que para los crisantemos y las orquídeas, las flores extrañas y caras. Los pocos hombres andan como perdidos, paseando por donde venden las judías. Los niños van, como sin querer, allá con la flor campestre, a un cantero lejano. Las señoras de edad, los maestros de espejuelos, y algún extranjero, desolado como las palmas, rodean la mesa de las plantas curiosas, donde por sobre el místico papiro, de pie luengo y gentil, sobre la noble ravenala, que da el agua de su tronco al viajero sediento, sobre la sensitiva mimosa, que se cierra al ver venir la mano del hombre, sobre la sarracenia verde, erecta como un cetro, con el remate de casco africano, sobre el arbusto del pino colosal, de la araucaria excelsa, brilla en lo alto el follaje del café como un cesto en una lanza.
¿Qué hay allá, en lo que es de lejos como tienda de campaña, que no parece que la gente pueda entrar, de tanta que quiere ver a un tiempo? A los niños no se les puede arrancar de las flores caseras. ¿Qué tienen los tiempos, que en la exhibición de flores de hoy se ve el empeño del jardín en mejorar la flor humilde, la flor del campo y de la huerta, como ayer, en la exhibición de caballos, enseñaban con orgullo los criadores las muestras de los caballos de fatiga? ¿O qué religión viene, que crece la democracia del mundo, y el hombre que se levanta, acrisolado por la pesadumbre, llama a su seno la bestia y la flor? De dalias hay un mundo, y de claveles, y de anémonas. Sin la abeja visitadora están las flores pálidas con las hojas a medio abrir, y manchas por donde rebosa la miel inútil.
La madreselva caída no da su aroma tentador, que es para la noche, al aire abierto, cuando viene el insecto a la golosina del perfume. Allí está la ipomea, con la campanilla a tierra porque no quiere la enredadera sabichosa que le arrasen el almíbar de su cáliz frágil la lluvia y el rocío. Un niño encuclillado abre sobre su rodilla una violeta, para que vea el concurso de colegiales aquel arreglo de espuelas y compuertas con que la flor divina cierra y defiende el polen seco, hasta que la abeja, guiada en el viaje entre los pétalos por las venas que llevan a la miel, empuja sedienta la vara de las semillas, que sacude y entreabre las antenas celosas, por donde cae al lomo del visitante el polen. O viene corriendo de donde las judías vendedoras un colegial vano, que no quiere que el de la violeta le gane a saber, y explica afanoso su geranio azul, y las listas rojas que guían a la abeja a donde está la miel. La flor de salvia es el asombro de un grupo de niñas, porque tiene una abeja de cera que parece de verdad para que los niños vean cómo se mete la abeja con las alas polvoreadas de amarillo, por entre el estrado que le pone la flor para que no se canse la visita al posarse, y la caperuza que guarda del viento las varas, cargadas de la semilla.
¿Por qué es pegajoso el tallo de esas flores, sino para que no se la coman las hormigas? ¡Y esas flores de noche, que no tienen colores! ¡Qué tristeza, ver tanto y saber tan poco! Menuda, como riéndose, está en su arbusto retorcido de granos colorados, pimienta cayena.
Y ya se ve, por sobre las cabezas del gentío, el cartelón de la que parece tienda de campaña. Las que entran, están allí largo tiempo. Las que salen, como sin voluntad, salen cuchicheando. Es una sala enflorada como para bodas: “¡Boda en la casa!” dice el cartel y está el salón con todo el lujo del país, y los adornos florales como el florista quiere que estén, no con su gracia natural, de modo que cada flor tenga sentido y cuente el cuento, y con su misterio y delicadeza realce la santa función, con uno que otro penetrante clavel, que haga en la fiesta el oficio del bufón catedrático en las bodas chinas, sino en masa ostentosa, a ver quién gasta más, sin cuidar de que los colores sean reservados y elocuentes, y de que la flor toda de la casa dé la idea de un beso en la mano. Se echa la muchedumbre, de seda y terciopelo, sobre la cinta blanca que hace de barrera. De tapicería pintada a mano son los muebles, de espalda cuadrada y pies retorcidos, con el maderamen de oro. La alfombra no es de una pieza, sino de muchas alfombrillas, del color rico del bosque en otoño, y por entre ellas se ve el barniz del pavimento. A un lado, ahogada entre palmas y helechos, está la chimenea grande y de caoba rica; la chimenea del frente es toda de palmas, en el hueco de los leños, y la repisa es monte de espárragos, y adiantos; con un golpe de rosas blancas a occidente, cuando a oriente es donde está la flor en los matrimonios, y sobre el conjunto, las centifolias fofas, rosadas y blancas.
Los espejos son bellos, con la luna redonda ceñida de la obra fina de oro que remata en el candelabro de dos bujías, y a un lado, al descuido, las rosas de té, o blancas con una que otra rosada. En las esquinas, al entrar, hay dos palmas suntuosas, en tibores azules; y al fondo una esquina tiene un gran vaso mandarín, azul también, con la guirnalda alrededor, lleno de blancos crisantemos; y en la otra, sobre un juguetero de cristal y oro, una urna de ónix. ¿Y por qué habla bajo, cabeza contra cabeza, como si se dijesen un secreto, la muchedumbre de terciopelo y seda? Allá, frente a la ventana velada del fondo, que imita el altar, está el reclinatorio, con la guirnalda de colorín, que le arrastra a un lado; y en la ventana, como de un dosel, cuelgan, sobre donde hubieran de estar los novios al cambiar de anillos, hilos de rosas blancas, rosadas y amarillas. En un rincón, porque está de moda en Inglaterra, una flor amarilla menuda en tiboretes azules.

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