Crónica publicada en el diario The Sun.
Nueva York, 31 de julio de 1880
(Obras Completas T. 15 -Europa-, p. 169-179)
Nueva York, 31 de julio de 1880
(Obras Completas T. 15 -Europa-, p. 169-179)
Los que viven hoy en Nueva York tienen la oportunidad de presenciar una corrida de toros. Chulillos en espléndidos trajes, adornados de encaje y oro, lanzaran al aire los pliegues graciosos de sus pequeñas capas rojas. Llevaran zapatos bajos y lucirán sus pantorrillas musculosas en medias de seda. Los saltos y el bramido de los toros asombrados podrán despertar en los espectadores maravillados sentimientos alternos de regocijo y de temor. Los animales embestirán a los astutos chulillos o intentarán escapar. Se les enloquecerá con retadoras capas carmesíes o con gritos torturantes. Los matadores podrán hacer brillante y atractivo uso de sus capas sin peligro. La corrida, sin embargo, sólo puede ser un pálido reflejo de una genuina corrida de toros española, porque Mr. Bergh no desea que los animales sufran. El extraño placer que produce una corrida de toros tiene su origen en los padecimientos del toro, en su terrible furia ciega, en el peligro de los hombres y el espectáculo de caballos ensangrentados que se arrastran por la arena. Es la emoción que nace de las agonías de la muerte, del olor a sangre y del aplauso febril que saluda al toro que hiere o mata a sus perseguidores, y agujerea con sus cuernos ensangrentados los cuerpos de los caballos muertos. Es el gran tumulto, esta feroz originalidad, lo que crea este placer salvaje.
Los neoyorquinos no irán a la plaza, medio locos de excitación, comiendo naranjas y bebiendo buen vino de bota. No llegarán al anfiteatro gritando y cantando desde los techos de los ómnibus. Los ricos no viajarán en ese vehículo encantador, la calesa, cuya estructura polvorienta es halada por seis mulas briosas, cubiertas de cintas y de campanitas tintineantes, y conducida por un andaluz patilludo en un traje de lentejuelas y un pañuelo violeta, anudado a la cabeza. Hoy los palcos no estarán llenos de damas en mantillas negras, cada una con una rosa roja en los cabellos y con una rosa prendida en el lado izquierda del pecho. Los hombres prontos a morir no responderán a los gritos alentadores de aquellos que están acostumbrados a este derramamiento de sangre. Los infelices no entrarán en la arena, alegremente vestidos, con caras risueñas y corazones desfallecidos, después de rezarle a la Virgen, ni agitarán las manos a sus amantes esposas, a sus madres temblorosas y a sus pobres padres viejos.
El público sin piedad, que nunca piensa que el torero se expone bastante o que el toro mata a un número satisfactorio de caballos, o que la espada del matador se clava con demasiada hondura en el corazón del animal, estará ausente. No escucharemos de labios de los espectadores roncos y excitados las terribles palabras: “¡cobarde!”, “¡bribón!”, “¡bruto!”, lanzados a algún desgraciado picador, acaso montado sobre un caballo medio famélico y herido, enfrentándose, pica en ristre, con un toro de ojos rojizos y cuernos agachados.
Faltarán en esta exhibición los nuevos y siempre cambiantes peligros que mantienen en tensión a los nervios.
El señor Fernández intentará ofrecernos una corrida de toros, pero sabe que en atención a los sentimientos del público tiene que despojarla de sus características salvajes y genuinas.
¡Cuán espléndida y terrible es una corrida de toros en Madrid! El anfiteatro se llena por completo tres horas antes de la corrida. Se pagan los más altos precios por los asientos. Personas carentes de dinero lo buscan prestado para ir a la corrida. Todo el mundo bebe, come y grita. Chistes picantes cosquillean los oídos de las jóvenes más distinguidas. El sol brilla y quema. Hay un tumulto de pandemonio. Los espectadores silban, aplauden, se abofetean, y los cuchillos brillan en el aire. Al fin, el presidente de la fiesta entra en su palco. Frecuentemente asiste el rey. Está acompañado por la reina. Agita su pañuelo. Hay un tremendo estallido de aplausos. Suena la trompeta. Un oficial en traje de Felipe IV, sobre un corcel cabriolador, llega hasta el palco del presidente, que deja caer en su sombrero de plumas la llave del toril, o corral donde están encerrados los toros. Se va galopando y tira la llave al jefe de la cuadrilla de toreros.
Terminada esta ceremonia, se presenta un panorama deslumbrante, romántico y animado. Se llama el “despejo”. Todos los toreros, burladores de la muerte, saludan al presidente. El jefe se llama “el espada”. Cada espada cuenta con su cuadrilla. Se mueven lenta y graciosamente, brillando sus trajes a la luz del sol. Los chulillos, cuya misión es distraer y cansar al toro por el movimiento incesante de sus pequeñas capas, y los banderilleros, que clavan las banderillas en su piel, siguen a Frascuelo, Lagartijo, Machío, Arjona y el viejo Sanz, los grandes matadores que son halagados por las mujeres y saludados por los hombres. Los picadores, con anchos pantalones de cuero amarillo, con sombreros de felpa gris de ribetes tiesos, y con las piernas enfundadas en hierro, siguen a los que van a pie. Invariablemente pesan demasiado para sus caballos huesudos de $10.00. El cachetero, cuyo pequeño cuchillo afilado da al toro herido el golpe de gracia, les sigue. Cierran la procesión las mulillas, o mulas cubiertas de frazadas multicolores, y cargadas con bulliciosas campanillas. Son las que arrastran a los toros y caballos muertos fuera de la arena.
Se saluda al rey. Las mulillas salen de la arena. Los picadores se despliegan junto al toril, con las picas en descanso. Los chulillos arrojan a la barrera exterior sus capas de seda y toman sus capas de combate, todas rotas y en harapos. La trompeta suena otra vez. Redobla el aplauso. Una puerta maciza, al final de un corredor estrecho y oscuro, se abre y sale el toro. Para enfurecerlo, se le ha mantenido en una oscura prisión, sin alimento ni agua, y ha sido torturado por golpes de pica. Cegado por el torrente de luz, aterrado por los gritos que lo reciben, indeciso en cuanto a su primer ataque, se detiene, escarba con cólera la arena, baja la cabeza y mira ferozmente a sus enemigos.
Puede que se arroje como relámpago contra un picador. El caballo recibe el tremendo choque y, herido o muerto, es lanzado contra la barrera. El picador generalmente queda sepultado debajo de su pobre bestia. Puede también suceder que el toro escoja un chulillo para su primer ataque. El diestro arrastra su capa tras sí o la echa a un lado para distraer la atención del toro enfurecido, y al llegar a la barrera, la salta como un rayo, como un pájaro sin alas.
Ahora lo que era juego se vuelve serio. El gentío se entusiasma, enloquece al toro, insulta a los toreros, y reclama la muerte de más caballos infelices.
Cuando cae el picador, los chulillos provocan al toro para evitar que magulle al hombre. Rodean al animal con sus capas y, finalmente, al sonido de la trompeta, el trabajo de los caballos ha terminado y comienza el de los banderilleros.
Los chulillos, alentados por los gritos de la multitud, avanzan sobre el toro. Sacuden ante él varillas en que están pegados papeles de vivos colores. Su revoloteo asemeja el crujido de la seda. Dardos en la punta de las varillas se clavan en el cuello del toro. A veces el banderillero se coloca casi entre los cuernos de la bestia enfurecida, con la nariz del animal a sus pies, y lanza los dardos sobre su carne temblorosa. El toro ruge y brama. Embiste, retrocede, se detiene, carga y vuelve a cargar, y finalmente se mueve alrededor de la arena, su gran lomo cubierto con los penachos de los dardos clavados en su cuello. Hay que matar más caballos. Aunque las patas débiles del toro apenas puedan sostenerlo, aunque los chorros de sangre corran de su cuerpo, y aunque llene la plaza con sus bramidos de dolor, una banderilla de fuego es arrojada contra su cuello. Al penetrar el dardo en la carne se enciende la “baqueta”. El olor de carne quemada llena el aire y un humo negro sube en espirales del cuello ensangrentado. El bramido del infeliz animal se vuelve horrible. Algunas veces el toro se echa en la arena y se niega a seguir luchando. Entonces se acerca un hombre con una afilada hoz, atada a un palo, y en medio del aplauso del gentío le corta las rodillas y las piernas al animal. Saltan lágrimas de los ojos enrojecidos. El toro caído trata de levantarse. Se arrastra por el suelo. Quiere vivir aún. Pero lo rematan con cuchillos.
El matador generalmente sigue a los banderilleros. Esconde su espada en una “muleta” roja. En su mano derecha lleva la “montera”, una hermosa gorra redonda, y se dirige graciosamente hacia el palco presidencial, ante el cual ofrece su víctima. “¡Al Rey!” “¡A la reina” “¡A las hembras andaluzas!” En este brindis se dicen cosas más originales y extravagantes. La multitud da rienda suelta a un sordo murmullo. El matador le señala a su cuadrilla el lugar donde desea matar al toro. Los chulillos agitan sus capas ante el hocico del cansado animal y lo llevan hacia el lugar escogido por el matador, que da un paso hacia delante.
El animal ha sido aguijoneado por los picadores, debilitado por los dardos de los banderilleros, y atontado por los gritos de la multitud y la caza de los chulillos. El espada lo deslumbra con los rápidos movimientos de una capa carmesí; el toro engañado se abalanza hacia el paño, y el espada le da una estocada en el corazón. A veces el espada falla su golpe, hiere al toro en el cuello. La sangre salta de la boca del animal. Ninguna lengua puede pronunciar palabras más feroces que los epítetos lanzados al matador por la multitud defraudada que esperaba una diestra estocada.
Se pensaría que iban a matar al matador. Le silban, y arrancan pedazos de lana de los asientos para arrojárselos. Pero si el pase tiene éxito, tabacos, sombreros, capas, y hasta los abanicos de las damas oscurecen el aire. La cantidad de obsequios que caen en la arena a veces evita que el matador pueda seguir haciendo nuevas reverencias a los que ocupan el palco presidencial. Entonces hay música y más gritería, mientras que las mulillas sonando sus campanillas, arrastran a los caballos muertos y al toro todavía caliente. Dejan tras sí un gran rastro de sangre.
Suena la trompeta por tercera vez. Se abre de nuevo el toril, y aparece otro toro. Lo aguijonean, lo queman y finalmente lo matan, a veces con diez, a veces con veinte estocadas. En cada corrida se mata ocho toros. Si un toro magulla a un hombre y queda sobre el suelo, dado por muerto, a nadie le importa. Se continúa la función igual y a veces se aplaude al toro. Si da una cornada a un ayudante antes de que sus compañeros puedan venir en su auxilio, no sale un solo grito de temor o un murmullo de piedad de la multitud. El hombre es conducido al hospital, herido o muerto. El incidente, naturalmente, produce alguna agitación, pero el deporte sigue y las mujeres nunca abandonan sus puestos.
Cuando un toro hiere a dos o tres matadores y mata dieciséis o diecisiete caballos, su fotografía está en gran demanda. Todo el mundo la compra. Su cabeza es vendida a gran precio, y acaba por adornar la residencia de algún amante del deporte. Tal es una corrida de toros española en toda su desnudez. Afortunadamente, Mr. Bergh nos salvará de semejante exhibición en Nueva York.
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