lunes, agosto 17, 2009

La magia de Martí

por Gabriela Mistral
Discurso pronunciado en el Capitolio Nacional de Cuba
por el centenario del nacimiento de J. Martí, 28 de enero de 1953*

Es cosa un poco familiar para mí escribir sobre el Maestro cu­bano, y esto no deriva solamente de una lectura insistente de sus libros; eso viene de aquello que se halla más allá de la mera admi­ración de un clásico, viene de que José Martí poseyó y sigue pose­yendo una cierta condición mágica por la cual gana y hasta aca­para a las almas que se le dieron una vez. Él nos tuvo y nos tiene.
Hace cien años de su nacimiento: este es un plazo que desgasta bastante a los maestros hispanoamericanos a causa de la volubili­dad que es nuestra condición de pueblos nuevos y de criollos atarantados por todas las novedades literarias que nos llegan en cada barco europeo. La prueba fuerte de una reputación literaria es, entre nosotros, la de que un autor llegue íntegro al siglo y siga obrando sobre cada década del siguiente. El caso de Martí es el haber llega­do hasta nuestra generación no solo entero, sino de más en más amado y operante, echando además luces nuevas sobre nuestro futuro. El siglo ha abrillantado a Martí según ocurre con los metales que no crían moho y a los cuales su propio uso los vuelve más y más bellos. La aventura del cubano fundamental es la contraria de nues­tros clásicos de línea fría, porque él pertenece al orden de los gran­des caldeadores vitales cuyo bien no se hiela ni ralea.
Sucede con los héroes americanos que algunos van apagándo­se no por merma de su valor, sino porque la época saca a luz valores más anchos o los inventa; el tiempo, enemigo potente y burlador, da un giro y los deja caer suavemente con polvo de más sobre sus vidas y sus infundios. Algunos restan a veces entre noso­tros, pero quedan honorablemente guardados en un viejo cofre que solo miramos y rara vez abrimos. Ocurre más: los mismos profesores que los nombramos con el tono grave aplicado a lo sacro, después de cumplirlos con esta reverencia formal, saltamos sin más a lo único que nos importa que es el asunto mundial, o el libro del día, o la mera lectura del periódico. La veleidad nos manda como un venticello burlón, y después del bachillerato, ya no concedemos a esos abuelos otra cosa que una venia formal parecida a la que hacen los más devotos al pasar delante de unos santos a los cuales ya no invocan porque ahora reinan otros de última data.
Con el milagro Martí no cuenta este triste proceso de los hijos emancipados e ingratos. Ocurre, sí, que este “gran señor” sirve para cualquier época. El continúa vigente para el gobierno de nosotros mismos y para el de nuestras patrias, y a veces para el de una raza entera. Pasa que abrimos sus libros en cualquier página y que allí está siempre la fibra tensa de un principio o un pensamiento incitante para la acción. Así es como por la gracia de tales textos somos confortados y hasta acariciados. Martí no se nos gasta como se nos han gastado tantos, y este fenómeno se produce como una operación de la gracia a lo divino.
El caso de la palabra martiana se parece al de la piedra-imán y también al calentador brasero criollo: ella atrae porque convida a la vez al mozo, al viejo y al niño, y la causa mayor de este fenómeno no es una riqueza de vocabulario, aunque esto salta a ojos vistas desde sus textos; tampoco se trata aquí del mero prestigio de los clásicos, pues los más de estos viven entre nosotros en un gran silencio. La verdad es que a Martí siguen naciéndole hijos a causa de que su musa fue el amor, y el amor en todo su haz de formas y modos. El lector mozo y el niño dialogan o juegan con este encan­tador porque él adivina al mozo y logró abajarse hasta la jugarreta infantil. Este gran señor se le resuelve al joven primero en el héroe; después en un amigo digno de su confianza. Y cuando ya se vuelve capaz de dialogar con los clásicos, encuentra en José Martí un clásico sin sombra de vejez. En cada uno de sus oficios vivió rodea­do del hechizo que llamamos “la simpatía”. El héroe militar suele asustar a los niños con el ceño ácido o con la arenga, a la vez retumbante y árida; pero él, desde la perorata bélica hasta la es­quela rápida, fue todo llaneza, jugo en la expresión, alta tempera­tura y real amigo de los hombres. Podemos contarlo entre los ima­nes adamitas más cargados como que hasta el día de hoy él manda sobre miles de almas. Dicen que ni sus adversarios pudieron odiar­lo realmente a lo largo de la guerra civil, que es una súper guerra.
Curioso hecho el del hombre que estamos celebrando, criatura partida en dos lonjas: la de la paz y la de la guerra, partido entre su vocación de amor y la acometida bélica, y hombre que, dividido entre dos misiones, resulta ser, sin embargo, unidad pura. ¡Cuán­tos dones traía él en las llamadas potencias del alma, y qué dife­rentes eran estas potencias! Las gentes de su generación supieron y contaron de él que hasta fue un enamorado frenético de las mu­jeres y afortunadísimo con ellas. Alguno lo tiene esto como una dispersión de su corta existencia. Riamos con el chismecillo, que parece de comadres, y ríamos entendiendo que también este capí­tulo forma parte de la magia martiana.
La naturaleza dobló en nuestro hombre la ración de fuego que arde en todos nosotros. Algunos desearíamos que su prole hubiese sido tan abundante como la de los patriarcas, ya que él fue hecho y dado como pieza de lujo a la casta hispanoamericana, raza tan nueva y por lo mismo anímicamente pobre.
De libro a libro, de la prosa al verso, de lo patriótico grande a lo cotidiano o a la mera carta familiar, la palabra martiana corre viva y cálida buscando a su corresponsal, o a su amigo o a su mero prójimo. Esto es también ser padre de prole tan ancha como eter­na; y consolémonos de que un solo hijo suyo haya caminado por la bendita tierra cubana, porque sus discípulos ya hacen legión. Tantos hijos tuvo, tiene y retiene como nunca pudo soñarlo él mis­mo. Adorado por su generación, las que le siguieron probarían el mismo embrujo, y por el hecho de su amplio magisterio que dura hasta nuestros días, esta sala resulta hoy un verdadero muestrario de varias latitudes continentales.
El hombre de amor, amador hasta de España, su adversario, dejó en su escritura un instrumento espiritual tan ancho y una ope­ración racial tan honda, que no es cosa de mirarlo en hombre sin herederos. Magnífica fue y sigue siendo su paternidad, y aquí esta­mos para declararla y a la vez para incitar a las juventudes venide­ras para que lo amen y lo sirvan.
El verbo martiano es asunto muy ancho de considerar para sus comentadores, y cuantos se ocupen de él hoy y mañana coincidi­rán en atribuirle la “palabra viva” que dicen hallar solamente en Sarmiento y en él. Los dos verbos los convencen con igual fuerza y los arrastran por su vitalidad.
Vital es aquel que hablando, caminando y hasta dormido, crea con su vigilia, con su sueño o con su delirio, y es él quien sigue engendrando hijos espirituales que vigilen sobre nuestras patrias tan niñas aún y por ello veleidosas en su credo republicano, o mal avenidas, o atarantadas, o meramente inexpertas.
Pero volvamos a Martí. He visto muy pocas veces el caso de que un poeta sea recitado a la vez por el viejo erudito que hace antolo­gías y la lavandera que canta sus versos al son del agua y por el niño de la calle que lo tararea. Pero cada vez que llego al Mar Caribe me conforta aprender que hay zonas de nuestro continente donde la poesía realmente corre por las plazas y los suburbios, de día y de noche.
El pueblo cubano sigue cantando y recitando a su Martí, y esto ocurre lo mismo con la negra que con el mulato y el blanco. Con Martí enamoran y con él se plañen, usándolo tanto para la decla­ración a la “prenda” como para ajustado al aire musical que está en boga. Todo este bien, toda esta fidelidad, manan de esa gracia que mentamos “palabra viva” y que es la única que arrebata y se nos hinca en la memoria y en el vivir cotidiano. Los Versos sencillos siguen siendo tan válidos para el cortador de caña como para la ateneísta. La buena fortuna de los Versos sencillos se allega en Cuba a la del Romance español.
Respecto de la prosa martiana: ella sigue leyéndose a pesar de su densidad, que pone miedo en los ejercicios del llamado análisis lógico.
Nuestro tiempo, por avanzado o por regalón, se ha desacos­tumbrado del período, lo rechaza a veces o lo rehuye como a un vejestorio duro de cargar. No sé si en ello anda algo de nuestra comodonería criolla, o si se trata de que la lectura del periódico nos ha enviciado en la llamada oración simple y nos hace sentir en el período una especie de elefante. El hecho es que los prosistas jóvenes están casándose con la frase corta del francés. Tienen cier­ta razón, a lo menos aquellos que están forzados a leer en voz alta. ¡Qué penitencia resultan ya ciertas parrafadas cervantinas sobre todo a los oradores! Pero confesemos realmente que se trata de una entre tantas comodonerías nuestras.
Así y todo, yo me permito recomendar a los jóvenes la lectura de las piezas de Martí más cargadas de períodos, porque tal ejercicio será para ellos una prueba saludable y un puente hacia los clási­cos, bastantes abandonados ya por pereza.
Cóndores y palomas andan curiosamente casados en la escri­tura martiana. Martí pudo ser uno de los tantos solemnes de su generación clásica. Pero él ni quiere ni puede andar con el “ceño fruncido”. El quiere regalarse al pueblo como un alimento común y cotidiano, quiere ser lo que llamamos en Chile un “pellizco de pan” que coman riendo el hombre de la calle y la mujer casera que lee a lo más el suelto del periódico.
Dejemos el asunto gramatical y denso al que nos hemos asoma­do, y hablemos del projimismo de Martí. Me perdonen ustedes el vocablo. Suelo dividir a la gente escritora entre los meros yoístas y los projimistas. Parece que un poeta no puede ser sino esto: el que todo lo escarba y lo coge de su corazón hasta el punto de que sus penas lo llenan y rebalsan, y ese rebalsamiento se vuelve su obra.
Algunos contemporáneos suyos nos cuentan a Martí como hom­bre feliz en cuanto a criatura bien avenida con su isla, querido de los más y adorado por viejos y niños. Otros, la minoría, no creen en esta égloga. Dudo siempre de las acuarelas optimistas, pero cuando repaso a mi padre cubano yo siento siempre que su verbo está lleno de la salud del alma y exento de lo ácido y de lo amargo. Tal salud moral suele venir lisa y llanamente de un cuerpo sin taras y de un medio físico placenteros.
Los viajeros que viven por tiempo largo en Cuba cuentan esta isla como una especie de cura para acedos y melancólicos. Yo mis­ma me conozco la brujería solar, marítima y humana que crea en torno mío “Cubita la bella”, la isla ayuna de ciertas hieles y ciertos ácidos criollos.
En el caso de Martí parece que su gente, más la naturaleza tropical, lograron en él un optimista y más, un hombre feliz. El creía y él amaba: basta eso para que una criatura viva bien avenida con su parcela y con la red de hombres que lo rodean. Pero ¡ay! qué pena el que una criatura así de labrada para la dicha, no haya podido sazonar por muchos años a su patria recién nacida.
Yo estoy con los que gritaron en ese día fatal y mil veces des­pués, aquello de “Martí no debió morir”... Sí, él debió ser sacado en vilo de aquella primera fila de la batalla. Nada había en su naturaleza del héroe suicida, del desesperado; había, por el contra­rio, una criatura la más dotada que pueda darse para el disfrute y el paladeo de una patria hermosa y del ancho amor de los suyos.
“Había que haber ahorrado esa vida”, fue el decir de toda Cuba al día siguiente de la tragedia. ¡Cuánto le quedaba por decir, por hacer y dar a este hombre, y hasta dónde habría llegado su verbo benefactor de una raza entera! Perdóneme Cuba esta disidencia, que es de amor por Martí y por su patria. Mujer soy y como tal sujeta a error. Pero Martí no debió morir.
Agradecemos a Cuba en este aniversario que es fiesta conti­nental, lo que ella nos dio en el llamado “Arcángel Caribe”. Hemos venido hasta aquí como los montañeses de Chile que bajan al valle a causa de que una hoguera arde allí soltando unas señales. Lla­mamiento de fuego son estos días martianos para todos nosotros, y como los pastores venimos a recalentar el alma, a recobrar nues­tra temperatura anímica y a deletrear palabras sumergidas u olvi­dadas: la fe en nosotros mismos.
Venimos a oír pasar por las calles a los mozos que se saben la “saga” martiana y me la recuentan con brío, y venimos a reavivar nuestra fe en esta América mestiza que lleva sobre el rostro la huella del indio, la del español y la del africano, o sea, tres fuertes levaduras con las cuales ella habla y canta, siembra la caña y el café. No hemos llegado aquí por un mero apetito de mudar nuestras vistas, aunque sea esta isla criatura tan bella y dulce de repasar.
Gracias, señor presidente, por vuestro llamado a una martiana fiel, que errante y todo, ha acudido como acuden los hijos al hogar.
Estas fiestas martianas contienen como la fruta un deleite más, un nutriente moral. Que ellas nos renueven la esperanza flaca, que ellas nos aviven la brasa medio encenizada del fervor hispánico, que ellas cumplan sobre cada uno de nosotros una secreta operación de renacimiento racial. Somos veintiún pueblos coincidentes por la san­gre, por el credo cristiano y por la vocación republicana. ¿Por qué la cadena rota, la familia que a la vez se declara y se niega como tal? ¿Por qué tenemos a nuestros hermanos aguardando en los espa­cios la Natividad de los Estados Unidos del sur? ¿Por qué nos resulta tan fácil nuestra amistad y tan rechazada nuestra fusión?
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*Discurso central del Congreso por el centenario del nacimiento de José Martí el 28 de enero de 1953 en el Capitolio Nacional de La Habana. Tomado de Diario de la Marina, La Habana, jueves 29 de enero de 1953, pp. 23 y 24.
Tomado de Gabriela Mistral La palabra viva de José Martí. Selección, prólogo y notas de Carmen Suárez León, Pablo de la Torriente Brau, Editorial, La Habana, 2007.

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