Crónica publicada en el periódico Patria, 30 de abril de 1892
Otros propagarán vicios, o los disimularán: a nosotros nos gusta propagar las virtudes. Por lo que se oye y se ve entra en el corazón la confianza o la desconfianza. Quien lee los diarios dominantes de la Habana, creerá que todo en la ciudad es pobre de alma, y reparto de robos, y ambición de café, y literatura celestina; pero es preciso leer, con los ojos sagaces, el diario que no se publica, el de la virtud que espera, el de la virtud oscura: las almas, como las tierras de invierno, necesitan que la nieve las cubra, con muerte aparente, para brotar después, a las voces del sol, más enérgicas y primaverales. Quien vive entre hurtos y cohechos; quien no topa con codo que no manche o hieda; quien respira aterrado, con el silencio de la locura, o la exaltación del remordimiento, aquel aire de fórnice; quien no puede comer el pan tranquilo si no se presta a ganarlo con deshonor o empeña al amo su acción de hombre libre; quien ve a la gloria misma, la santa gloria de ayer, subiendo humilde y sonriente la escalera ensangrentada de palacio, acaso crea, en la cólera de la virtud, que toda Cuba es de almas alquilonas, que el cubano se viene al fango como los pollos al maíz, que al cubano le acomoda el freno y la espuela, que no hay gusto para el cubano como el de llevar a la espalda un capitán de Cáceres u Ovieda, que de cuando en cuando deja que el animal se le encabrite, para que vea el mundo la sencillez con que vuelve a meter en paso la montura. ¡Pero ésa no es el alma cubana!
¡Quiere saberse cuál es el alma cubana? Hay allá, en un rincón de la Florida que en manos del Norte no pasó de villorrio, y en las de los cubanos se ha hecho una ciudad, una anciana de buena casa, y de lo más puro de las Villas, que perdió con la guerra su gente y su hogar. Un ápice le queda de su holgura de otros días. Su cuarto pulcro revela aún, con sus paredes blancas y su vaso de flores, la vida cómoda del tiempo pasado. Por la mañanita fría, con los primeros artesanos sale a las calles, arrebujada en su mantón, la anciana Carolina*, camino de su taller, y sube la escalinata de su trabajo, y se sienta, hasta que oscurece, a la mesa de su trabajo. Y cuando cobra la semana infeliz, porque poca labor pueden ya hacer manos de setenta años, pone en un sobre unos pesos, para un cubano que esta enfermo en Ceuta, y otros en otro sobre, para el cubano a quien tienen en la cárcel de Cuba sin razón, y en el sobre que le queda pone dos pesos mas, y se los manda al Club Cubanacán, porque le parece cubano muy bueno el presidente de ese club, y porque ese, Cubanacán, es el nombre que llevó ella cuando la guerra. Con ojos de centinela y entrañas de madre vigila la cubana de setenta años por la libertad; adivina a sus enemigos sabe donde están todos los cubanos que sufren, sale a trabajar para ellos, en la mañanita fría, arrebujada en su manta de lana. ¡Esa es el alma de Cuba!
*Carolina Rodríguez.
Tomado de O.C. Vol. 5, pp. 15-16
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