lunes, enero 25, 2010

Correspondencia Particular para 'El partido liberal'

Crónica publicada en El Partido Liberal, México, 29 de mayo de 1886.


SUMARIO.

—EL ALZAMIENTO DE LOS TRABAJADORES EN LOS ESTADOS UNIDOS
—MOTIVOS Y ANTECEDENTES DEL ALZAMIENTO.
—ASPECTOS ORIGINALES DEL PROBLEMA OBRERO EN LOS ESTADOS UNIDOS
— NACIONALES Y EXTRANJEROS.
—PELIGROS DE LA INMIGRACIÓN.
—ANGUSTIA DE LAS INDUSTRIAS-NORTEAMERICANAS.
—LO QUE LOS ALEMANES SE TRAJERON: SCHWAB, SPIES, MOST.
—ESCENA DE LOS MOTINES DE CHICAGO.
—UNA BOMBA DE DINAMITA: CASAS ASALTADAS: TIENDAS DESPEDAZADAS: BATALLAS EN LAS CALLES
—«¡EN FILA, HOMBRES!»
—MÉTODOS DE EUROPA Y MÉTODOS DE NORTEAMÉRICA.
—LOS CABALLEROS DEL TRABAJO CONDENAN A LOS ANARQUISTAS
—ORÍGENES, COMPOSICIÓN Y TENDENCIAS DE LA ORDEN DE LOS CABALLEROS DEL TRABAJO.
—EL ANCIANO URIAH STEVENS
— PROGRAMA Y MEDIOS LEGALES DE LA ORDEN: CÓMO CRECIÓ Y CÓMO LUCHA
—EL FIN DEL SIGLO.

New York, 15 de mayo de 1886

Señor Director de El Partido Liberal:

Poner los acontecimientos de estos días en una correspondencia de periódico, es como recoger la lava de un volcán en una taza de café. Los problemas políticos, la reforma de la tarifa, la colocación de la plata, el establecimiento de un sistema nacional de instrucción, el Congreso de pueblos americanos se empequeñecen de repente ante la aparición sangrienta de la cólera de las masas trabajadoras. La batalla formidable de los dos grandes trágicos, Booth frío y silbante, Salvini tempestuoso; la pintura enérgica y desordenada de los impresionistas de París, que acá tienen ahora en exhibición sus cuadros de figuras bruscas y borrosas, sus campos lilas, sus montes amarillos, sus árboles azules; la indiscreción con que los diarios cuentan cómo va a casarse pronto el presidente Cleveland, ponderoso y de poco cabello, con una arrogante niña, una Miss Folson, de cabellera castaña, que arranca en ondas de la frente limpia, de dos ojos grandes y serenos que parecen dormir sobre sus cuencas como dos huevos de palomas sobre sus nidos, todo, teatros, artes, chismes, juicio público de un general ladrón, prisión y juicio de un Ayuntamiento entero sobornado, todo ante los tremendos acontecimientos de Chicago palidece. La gente trabajadora se ha puesto en pie, ha comprado pañuelos rojos, se ha metido por túneles oscuros a practicar en el blanco el modo de no errar en el tiro, y con toda la variedad de los elementos diversos que la componen, mesurada en los obreros americanos, nacidos y desarrollados en el goce de la libertad, arremetedora y frenética en los obreros europeos que traen del otro continente mucha ira amasada, ha dado esta primavera una súbita muestra de sus ímpetus, que acá contenidos, allá sueltos, se escapan de quien los quiere sujetar, como si las manos del hombre, a semejanza del pobre aprendiz de conjurado de que habla Goethe, no fueran capaces de enfrentar los monstruos que crean.

***

Los sucesos tremendos han sido en Chicago; pero el alzamiento es en toda la nación. En los Estados Unidos, culpable de haber traído al país por falsas doctrinas económicas un número mayor de obreros del que sus industrias pueden naturalmente alimentar, se prepara desde hace años, con celeridad y firmeza, la misma contienda justa y espantable que en los demás pueblos de industria disponen los obreros contra los que mantienen un sistema social que han decidido echar abajo. Las razones son las mismas. Las cosas no están bien
cuando un hombre honrado e inteligente que ha trabajado con tesón y humildad toda la vida, no tiene al cabo de ella un pan en que reclinar la cabeza, ni un peso ahorrado, ni el derecho de pasear tranquilo al sol, tan necesario a los viejos! Las cosas no están bien cuando el que en las ciudades "agua las acciones” de los ferrocarriles, que es como aguar el vino, haciendo aparecer más vino del que hay, vive en consideración y holganza que exasperan al minero, al cargador, al guarda-agujas, al maquinista, a tanto mísero que tiene que contentarse con sesenta y cinco centavos al día, en lo crudo del invierno, para que la compañía pueda pagar a sus accionistas dividendos pingües sobre un capital falso, mucho mayor que el que realmente emplearon. Las cosas no están bien cuando, para que una mujer desgreñada y sus chicuelos amarillos puedan vivir en un rincón de casa de vecindad fétida, tienen que salir los hombres antes del alba, con sus vestidos de hule manchados y sus capotes rotos, con su merienda de poco peso en la tinilla de lata, a cavar, a edificar, a levantar
monumentos en los lugares de aire puro y hermosas cercanías, de donde emprenden su viaje al caer la noche a sus casas lejanas, hambrientos, agrios, soñolientos, a comer, a beber, a crear de prisa y en las sombras, entre vapores de cerveza y boqueadas de odio, una generación de anémicos que nace ebria.

Las razones son las mismas. La concentración rápida y visible de la riqueza pública, de tierras, de vías de comunicación, de empresas, en una casta acaudalada que legisla y gobierna, ha provocado la concentración rápida de los trabajadores, quienes sólo apretándose en liga formidable, que a un tiempo deje apagar los fuegos en los hornos y crecer yerba en las ruedas de las máquinas, puede oponer con éxito sus derechos a la altivez y descuido con que los miran los que derivan toda su riqueza de los productos del trabajo que maltratan. Las tierras públicas van cayendo todas en manos de ferrocarriles y magnates, dejando poco espacio para que mañana, cuando estos globos industriales estallen, cuando la producción excesiva de las industrias se reduzca a las necesidades reales, puedan los obreros sin empleo ocupar la tierra, industria sabia que nunca se cansa! Las corporaciones, compuestas de príncipes de la Bolsa, que viven a lo monarca, hallan en su capital acumulado modo cada vez más fácil de compeler a los obreros a trabajar por la pitanza mísera que la empresa requiere, para poder repartir sendos millones a sus caballeros principales. Si eso sigue, pronto no habrá tierras en que refugiarse, ni modo de resistir, a las corporaciones, que por la virtud de sus caudales sacan triunfantes en las contiendas del sufragio a los que hacen las leyes para su provecho, y las aplican en beneficio de los que los encumbran o pagan. Esto avivó en los pensadores de la clase obrera el deseo de remediar sus males.

Pero como en cada país se dan los problemas en consecuencia del carácter propio del país de los elementos que lo forman, este problema de trabajo se da aquí con elementos originales; y por esa magnífica virtud de la Libertad, que retiene siempre al borde del abismo a sus hijos, parece presentarse en los Estados Unidos, a pesar de sus últimos alardes sangrientos, con una mano llena de heridas y otra llena de bálsamos. Pues qué ¿cien años de ejercicio libre del hombre, habían de ser perdidos?

***

En el actual problema del trabajo en los Estados Unidos se reflejan todos los elementos que han entrado en la formación de su clase trabajadora. Del propio país fueron naciendo las injusticias y la indignación, que es la sombra de ellas, pero los obreros del país, que las sufrían, y los que han crecido en el ejercicio de los hábitos republicanos, hechos a mudar y hacer mudar cada cuatro años los oficios públicos, y a discutir y ver sucederse en paz las leyes, no pensaron en buscar fuera de ellas sino en ellas, el cambio de1 organización industrial que se requiere para que el obrero tenga en su pueblo la independencia y goce a que le da derecho su utilidad.

De muchas partes a un tiempo fueron surgiendo a la vez las mismas tentativas infantiles. Un maestro o pequeño capitalista, se resistía pagar a los obreros el salario en que estos estimaban su labor: todos los obreros de la fábrica se coaligaban para abandonar a una el trabajo y obligarlo por esta fuerza indirecta a lo que no lo obligaba la justicia: y si aún resistía, como que todos los obreros saben de sufrir y se sienten hermanos, rogaban a los demás obreros que no comprasen los artículos de la fábrica asediada. Así nacieron las huelgas, los gremios, los asedios, que llaman boycott ahora, aunque ya en 1830 hubo aquí boycoteadores, que castigó la ley, por cierto. En cada ciudad se fueron agremiando los obreros de cada ejercicio contra los empresarios y fabricantes rapaces que les trataban mal en su salario o su decoro; y pronto estuvieron llenos los Estados Unidos de estos gremios, de trade-unions. Ellos discutían, trataban daban y oían razones, vencían o eran vencidos. Los de una ciudad se iban uniendo a otra. La unión de fines llevaba a la comunidad de métodos. Se empezó a hacer entre los obreros una cadena de dolor. Los que tenían trabajo se complacían en ayudar a los que no lo tenían a resistir, aunque siendo pobre la condición de todos, y las batallas muchas y frecuentes, las bolsas no llegaban por lo común a donde las voluntades.

En esto se iban acentuando las condiciones más peligrosas hoy del problema. El afán de producir y la necesidad de emplear los caudales que levantaron las cosechas, las minas de oro y plata, y el crédito, habían puesto en pie en los Estados Unidos, protegidos por una tarifa alta de entradas que hace la producción cara, una muchedumbre de industria, que con un pueblo rico y envanecido a la mano, tuvo al principio, mientras fue creciendo, un mercado generoso que, como que poseía caudales de sobra, no se negaba a pagar caros artículos de fábrica americana que sin la tarifa alta de derechos hubiera podido introducir baratos de los países europeos. Con la decadencia de las minas, con la imitación y falsificación en Europa de los artículos útiles de fábrica americana, con el exceso de producción agrícola en todo el universo que trae naturalmente la baja de los precios, con el desarrollo del arte, la vanidad y el lujo, que aumenta la importación de los artículos que los satisfacen, fue poco a poco reduciéndose la industria americana al extremo que está ahora y la sofoca: al extremo de tener que producir caro, en cantidades enormes, productos inferiores o iguales a lo sumo, a los de igual clase que se hacen en los países europeos?

¿Qué hacer con estos pueblos de talleres? ¿Qué hacer con estos ejércitos de inmigrantes? ¿Qué hacer con estas vías de comunicación, creadas para trasportar más productos de los que en las actuales condiciones puede vender el país naturalmente? Lo racional hubiera sido rebajar la tarifa, abaratar la vida del obrero con la introducción libre de los artículos de abrigo y alimento, ir reduciendo sin sacudidas la producción industrial a aquellos artículos y cantidades que de un modo normal y constante puede el país producir con provecho, sacrificar al bienestar nacional y a la conservación de las industrias permanentes, las industrias ficticias, que son aquellas que sólo pueden mantenerse merced a leyes protectoras que imponen a toda la nación, en forma de precio alto, una contribución injusta en provecho de un ramo que al fin, como todo lo violento, tiene que dar en tierra.

Pero eso no se hizo, porque pudieron mucho, como aún pueden, los industriales coaligados. No se restringió la producción. No se procuró abaratar la vida, para poder mermar sin daño el salario del obrero, ni abrir los puertos a las materias primas, para poder producir baratos los artículos de fabricación europea. Empezó la merma de salarios. Empezó la importación de trabajadores baratos. Con muchos trabajadores, habría siempre para reponer a los que se rebelasen. La depresión lenta de las industrias continuaba. Ya las ganancias antiguas no bastaban a afrontar las obligaciones presentes. El consumo no crecía y crecía el pueblo de trabajadores. No se abrían nuevas fábricas, sino que se cerraban muchas o rebajaban sus salarios o el número de sus obreros. Al malestar de los que ya estaban aquí, se venía uniendo el de los que llegaban.

¡Ay, y les que llegaban, alemanes en su mayor parte, polacos infelices, polacos y alemanes criados en miseria y trabajados en su tierra por la necesidad de sacudirla no traían en los bolsillos de sus gabanes blancos, en sus botas de cuero negro, en sus cachuchillas, en sus pipas, aquella costumbre y fe en la libertad, aquel augusto señorío, aquella confianza de legislador que persuade y fortalece al ciudadano de las repúblicas: traían el odio del siervo, el apetito de la fortuna ajena, la furia de rebelión que se desata periódicamente en los pueblos oprimidos, el ansia desordenada de disfrutar de una vez la autoridad de hombres, que en vano les comía el espíritu, buscando salida, en su tierra de gobierno despótico. Lo que allá no estallaba, venía a estallar aquí. Lo que allí se engendró, aquí está procreando. ¡Por eso puede ser que no madure aquí el fruto, porque no es de la tierra!

***

Esos trabajadores que venían, en su mayor parte alemanes, se trajeron esa terquedad rubia, esa cabeza cuadrada, esa barba hirsuta y revuelta que no orea el aire y en que las ideas se empastan. Se trajeron a sus anarquistas, que no quieren ley, ni saben qué quieren, ni hacen más que propalar el incendio y muerte de cuanto vive y está en pie; con un desorden de medios y una confusión tal de fines que les priva de aquella consideración y respeto que son de justicia, para toda especie de doctrinas de buena fe encaminadas al mejor servicio del hombre. Se trajeron estos alemanes a Most, a Schwab, a Spies: Spies, parecido a Guiteau, un hombre chupado, un hombre mal hecho, en quien la masa no fue batida a punto para que por entre las fieras naturales saliera con toda la luz de la razón el hombre verdadero.

Most, con una lengua grandaza, como su barba, gordo, fofo, mirada de sargento enamorado, orador que en días pasados habló en New York a su auditorio con un rifle en la mano, invitando a voces a sus oyentes a que hicieran como él, y fueran a sacar de sus guaridas a todos los capitalistas, y a volar sus casas y riquezas con las bombas que él enseña en sus libros a hacer y manejar.—Schwab, persona torva y enfermiza, pelo y barba al descuido, ojos temibles bajo anteojos grandes, largo y seco. Todos hoy están ya presos. Pero estos hombres tienen tras de sí miles de adeptos, y cuando Spies, que ha sido amo de tienda, sube a hablar en un vagón, sacudiendo en la mano un fajo de los Arbeiter Zeitung que publica, doce mil hombres se echan por donde él va, sacan estandartes y fusiles de donde los tienen escondidos, se ponen como flor de sangre en la solapa una cinta roja, asaltan tiendas, despedazan cervecerías enemigas; empeñan batallas mortales con los policías en cuerpo, y echan sobre sus líneas una bomba de dinamita que, al estallar con infernal estruendo, deja en tierra tendidos a sesenta hombres. Es ya una batalla de siete días, que aún no termina. Quieren que el trabajo se reduzca a ocho horas diarias, y es su derecho quererlo, y es justo; pero no es su derecho impedir que los que se ofrecen a trabajar en su lugar, trabajen. No es su derecho apedrear a los fabricantes que cierran sus talleres, porque no pueden continuar produciendo con esta época de precios bajos, en condiciones que requerirían más gastos de producción. No es su derecho perseguir con ese odio bestial de las muchedumbres, a los infelices que se prestan un día a ocupar los lugares de algunos huelguistas: ¡infelices! los llevaban por las calles de vuelta a sus casas, dos cordones de policías: iban lívidos como sin habla: las mujeres, con pañuelos encarnados en la cabeza les enseñaban desde las ventanas sus puños cerrados y les echaban encima agua hirviendo: iban como quien se siente acabar: corría un viento de muerte, que les hacía temblar las rodillas: se escondieron en sus casas, como insectos que se entran en sus agujeros.

Los amotinados no eran ya doce mil, sino veinte mil. Cuarenta mil son los trabajadores en huelga. En Milwaukee, la ciudad de la cerveza; en Cincinatti, el palacio del cerdo, también a miles están amotinados los polacos y los alemanes; también quieren, como todos los obreros de los Estados Unidos, en huelga o no, que se reduzcan a ocho las horas de trabajo. Pero en Milwaukee la policía pudo refrenarlos. En Cincinatti el corregidor no se ha mostrado de paz, y anuncia que el que prive a otro hombre en su ciudad del menor de sus derechos de hombre libre se verá, por la ley o por la fuerza, privado de los suyos. Sólo en Chicago, donde Spies y Schwab escriben, donde incitan en las plazas públicas los oradores al incendio y a las armas, donde una mulata marcha a la cabeza de las procesiones ondeando con gesto de poseída una bandera roja, donde al sol y a la luz eléctrica, flotan día y noche de las ventanas de Spies dos pabellones anarquistas, mientras que en libros y talleres ocultos aprenden sus adeptos a manejar las armas y fabricar bombas, sólo en Chicago, que es desde hace diez días un campo de batalla, se empeña a cada hora, entre la policía mermada y la muchedumbre frenética, una contienda de muerte, en que los cañones de los revólveres se disparan boca a boca, en que las mujeres ayudan desde sus ventanas a sus maridos que pelean, lanzando ladrillos, bancos, piedras, botellas, en que doce policías heroicos hacen frente, sin más cota de malla que sus blusas azules de botones dorados, a veinte mil hombres, que les disparan sin cesar, faz a faz, desde las ventanas y vagones, desde sus emboscadas que se les echan encima y les rodean, que entran en miedo de su fuego certero, que al ver llegar en los carros de patrulla cuadrillas de refuerzo, huyen espantados por las calles vecinas, los veinte mil ante los doce! Se llevan en vagones a sus heridos. Un policía queda en la acera muerto. ¡Otra refriega a pocos pasos! Un policía muere sobre un huelguista: el huelguista le ha vaciado el revólver en el pecho: el policía con el pecho traspasado, con su enemigo por tierra, les dispara en la cabeza dos tiros de revólver. Una ambulancia llega. Está llena de pólvora la calle. Tienden en la ambulancia uno al lado de otro, a los dos desventurados. En el camino, chaqueta junto a blusa azul expiran.

¡Allá van desalados, bajo un fuego graneado de revólver, los vagones de patrulla, cargados de policías! Detienen a uno: los que van en el interior se apilan, con las cabezas bajas, para evitar los tiros, el que va en el estribo, roto un hombro, se ase con una mano de la baranda del vagón y con la otra hasta que cae en brazos de sus compañeros, ya en pie y pistola al aire: dispara sobre los huelguistas que le atacan. Rompe a correr el carro: parece que el caballo entra en la pelea, y que el carro es su ala: los huelguistas se abaten, al verlo venir, ebrio ya el carro todo: las casas se los tragan.

Allá lejos ¿quién muere? Es un huelguista envenenado: otros más han llegado a casas vecinas. Se entraron a una botica a cuyo dueño acusan de haber llamado a la policía por el teléfono. Tiemblan allá en un rincón el boticario y su mujer. La turba rompió a pedradas las ventanas, inundó la tienda, deshizo los mostradores, quebró y majó los pomos, se echó sobre las ropas los perfumes, se bebió cuanto le supo a vino.

Los que mueren del tósigo quedan detrás. Hombres y mujeres, ondeando-al aire los pañuelos, arrebatando consigo a cuantos hallan, poniendo en fuga a un policía que les sale al paso caen sobre una cervecería, que han jurado devastar. En las gorras y en el hueco de las manos se beben la cerveza. Con hachas y a pedradas han abierto los barriles y hasta secarlos tienen en ellos las bocas. Caminan sobre la espuma. Ríen. Despedazan con sus manos las alacenas y anaqueles. Todo es astilla en un minuto. Los policías llegan, y como no se les hace fuego, sólo usan de su porra, una porra que tunde. Los huelguistas huyen. Pero los policías venían de otro encuentro, muchos de ellos manchados de su sangre. “¡En fila, hombres!” les dijo su capitán, al arremeter contra la cervecería. Después de vencer, tres vinieron al suelo.

Y en la noche de la bomba mortal, ¡ni uno solo se hizo atrás, ni huyó la muerte! La explosión los ensordeció; pero no los movió. ¿Qué sabían ellos si les arrojarían más de aquellas máquinas terribles? ¿No vieron venirse a tierra, como si el suelo hubiese cedido bajo sus plantas, todo el centro de su línea? ¿No oían quejidos desgarradores? “¡En fila, hombres!” Unos recogen a los muertos. Los demás, con las pistolas a la altura del pecho, avanzan descerrajándolas. Un fuego cerrado les responde. Guardan los revólveres vacíos y avanzan descerrajando los llenos. La multitud se desbanda aterrada. Sobré el suelo lívido aclarado por la luz eléctrica que fosforea en el silencio mortal, se arrastran los policías heridos, como gigantes rotos; uno cae muerto al quererse erguir sobre un brazo, con el otro vuelto al cielo; le resplandecían sobre el pecho como estrellas los botones dorados.

***

La indignación nacional ha sido súbita. De todas partes, de los gremios de trabajadores, de la prensa más liberal-y generosa, se alza un brazo de hierro. No quieren merced para los que no merecen gozar de su libertad, puesto que atentan sin provocación contra la ajena. Esos hombres no son los verdaderos trabajadores americanos que se coaligan, que cometen errores, que ejercen presión violenta sobre las empresas que se niegan a reconocerlos como agremiados; que en las horas de furia allí donde el frío azota más y sus angustias son mayores, vuelcan carros, incendian corrales, rompen las entrañas
a las máquinas; pero no se reúnen en cuevas y agujeros a estudiar, la manera más módica y sencilla de destruir al hombre por el delito de haber creado.

Sólo los que desesperan de llegar a las cumbres, quieren echar las cumbres abajo. Las alturas son buenas y el hombre tiene de divino lo que tiene de capaz para llegar a ellas; pero son propiedad del hombre las alturas, y debe estar abierto a todos, su camino. Ese odio a todo lo encumbrado, cuando no es la locura del dolor, es la rabia de las bestias. Comete un delito, y tiene el alma ruin, el que ve en paz y sin que el alma se le deshaga en piedad, la vida dolorosa del pobre obrero moderno, de la pobre obrera, en estas tierras frías: es deber del hombre levantar al hombre: se es culpable de toda abyección que no se ayuda a remediar: solo son indignos de lástima los que siembran a traición incendio y muerte por odio a la prosperidad ajena.

En Alemania, bien se comprende, la vía secular, privada de válvulas, estalla. Allá no tiene el trabajador el voto franco, la prensa libre, la mano en el pavés: allá no elige el trabajador, como elige acá, al diputado, al senador, al juez, al Presidente: allá no tiene camino natural para reformar las leyes, y contrae el hábito de saltar sobre ellas: allá la violencia es justa, porque no se permite la justicia. Las reacciones serán tremendas, allí donde las presiones han sido sumas. Las justicias se van condensando de padres a hijos, y llegan a ser en las generaciones finales cal de los huesos y vicio de la muerte. Estos burdos obreros de Alemania, azuzados por espíritus de odio, o por aquellos de su casta en quienes el dolor culmina en acción o palabra, vengan siglos, en su oscuro entender, cuando echan una bomba encendida sobre los guardianes de la ley, símbolos para ellos en su tierra del inquebrantable poder que los oprime. De ahí la compasión de todo espíritu justo por los extravíos de esos tristes que vienen a la vida con las manos inquietas y el juicio caldeado.

Pero acá, los obreros no se han levantado como siervos, sino como hombres, puesto que tienen la práctica de serlo. Perderían en un país por largo tiempo los caracteres que lo engendraron; y tal como las rocas ígneas, quebrando las capas menores de la superficie, surgen de las entrañas del globo por entre ellas y se levantan en montes sobre la faz de la tierra, tal aquel espíritu tenaz y apostólico de los puritanos, ferviente, egoísta, armado, astuto, persiste en estos Estados Unidos en todas sus manifestaciones nacionales: él inició en John Brown, aquel loco hecho de estrellas, la guerra de abolición de la esclavitud: él produjo en un sastre de Filadelfia, en Uriah Stevens, el brío evangélico con que dio comienzo, ayudado de unos cuantos cortadores de oficio, a la lucha inspirada que con el fuego y la pureza de una iglesia nueva, entabla para la redención de la gente obrera la Orden Americana de los Caballeros del Trabajo.

***

Y esta Orden ha tomado sobre sí la tarea de unir en un solo cuerpo a todos los trabajadores de los Estados Unidos, para pesar con todos ellos en el gobierno y en la ley, y como que son los más, reorganizar la nación de modo que los más puedan vivir en ella libremente, sobre la tierra pública, en la paz de la cultura y en el goce modesto de la majestad del hombre. Abominan la injusticia. Sienten amor frenético por la entereza de la persona humana. Consideran como criminales a los que la merman en sus semejantes y se sientan sobre ellos. Tienen un odio santo a los que acumulan masas enormes de riqueza pública, y a las leyes defectuosas que amparan el estancamiento en unas cuantas manos de la propiedad que debe circular entre todos, y principalmente entre los que las producen, de una manera más equitativa.

Uriah Stevens era de aquellos a quienes devora el alma, iluminándola, el sagrado bochorno de ver que hay hombres humillados y hombres que humillan. Meditó en el silencio, y tenía ya canas cuando comunicó a sus amigos su proyecto para levantar a aquellos, y abolir a estos. Rehágase, dijo, nuestro pueblo, de modo que no pueda descomponerse en castas enemigas, que no pueda envilecerse el hombre, ni siendo siervo, ni siendo señor, que aún envilece más; rehágase nuestro pueblo de manera que sea seguro el bienestar de todos, y no haya hombre que pueda abatir a hombre. Todos juntos, podremos. Es preciso comenzar por convencer a los humildes, a los débiles, a los trabajadores de que nada pueden si no están todos juntos. De una parte están los monopolios que acaparan: de otra parte tienen que estar todos los que sufren de ellos. Estando todos juntos, como que somos más, venceremos; pero no venceremos si no tenemos de nuestro lado la justicia, porque un solo hombre con ella es más fuerte que una muchedumbre sin ella. Para vencer en la realidad a nuestros enemigos, debemos haberlos vencido moralmente. El que convence a su enemigo de que no tiene razón, ya lo tiene vencido. Nada se hace sin el dios de adentro. Seamos inexorables con los que nos nieguen el producto legítimo de nuestro trabajo, y mantengan esta organización social viciosa en que un solo hombre puede tener en exceso lo que hace falta a muchos: pero seamos inexorables con nosotros mismos. El que abuse de los demás, el que negocie en los pleitos de los hombres por oficio, el que trafique con las leyes públicas, el que acumule ganancias inmorales en el cambio de manos de los productos de primera necesidad, la vil criatura que permite que el licor abuse de ella, esos no pueden entrar en nuestra orden. Estudiemos de paso y resolvamos los problemas en que podamos hacer bien a nuestros miembros, pero, por ahora, reunámonos para pensar, para saber lo que tenemos que pedir, para estudiar el problema que hemos de resolver, para enseñar a los trabajadores ignorantes sus necesidades y remedios, para afinar y acumular ideas, para que, cuando salgamos a la luz a batallar, salgamos para vencer y redimir, salgamos como una mole de justicia que se asienta; salgamos como un ejército invencible andando a pasos que resuenen en lo Eterno, salgamos todos juntos! Así pensaba en su mesa de cortador el buen Uriah Stevens, que pudo ser rico y se quedó artesano. Cuando murió se notó que seguía viviendo. Queda
del hombre la luz que infunde y. el bien que hace. Hoy hay quinientos mil hogares de trabajadores donde; en las horas de sosiego, cuando hablan del porvenir de obreros dolientes, con sus hijos sobre las rodillas, vuelven los ojos con ternura al retrato de un anciano de frente espaciosa, ojos profundos, mejillas huecas y barba firme, y dicen a sus hijos: “Mira: ¡ese es nuestro Uriah Stevens!” Hay ya alrededor de él ese nimbo de luz que circunda a los hombres permanentes.

Nació él de padres ricos, y aprendió letras buenas y bellas, porque lo querían sus padres, que lo notaban puro y ardiente, para sacerdote; pero él quiso iglesia mayor, y meditó tanto en los tristes, que decidió pasar la vida entre ellos. Pensó sus hermosuras en Filadelfia, ciudad de casas y almas lisas, y de notable limpieza. En 1869 fundó la Orden con una asamblea primera de los sastres sus amigos, que se reunían con él los domingos a pensar. La virtud de aquellas ideas ganó pronto a otros gremios de la ciudad; pasó a otros pueblos: la aclamaron todos los trabajadores del Estado. Stevens creía en la eficacia del misterio, que retiene a los asociados por el placer de lo maravilloso, y aterra a los enemigos con el poder de lo desconocido. El secreto convida a la iniciación. La Orden fue al principio como una Masonería. Las palabras todas de la Orden tenían ese vigor de látigo que distingue el lenguaje de las grandes reformas. Cada Asamblea era una escuela de la ciencia del trabajo. Eduquémonos, organicémonos, movámonos. Nacieron oradores, escritores, administradores. La Orden tuvo Tesoro, celebró Congresos; se organizó en acuerdo con la organización de la República, se atrajo la voluntad de los cultivadores del Oeste por sus teorías sobre la nacionalización de la tierra, “que ha de ser para todos como la luz y el aire”, y cuando, para evitar conflictos más que para provocarlos, terció en las diferencias de algunos de los gremios con sus empresarios, las razonó con tanta novedad y fuerza que en muchos casos los obreros que entraron en el trato como rebeldes, salían de él como socios de la fábrica.

Los detalles privados y los tratos con las empresas, fueron aconsejando a los cabezas de la Orden; soluciones prácticas nacidas de los mismos problemas y sazonadas con aquel respeto al derecho ajeno que hace sagrado el propio. Estas victorias dieron a la Orden vasta fama. Los gremios parciales se le unían por cientos. Todos creían llegada la hora de una victoria general. La Orden formó su mira en educar para después; los gremios, ofendidos en casi todas partes, la miraban como el medio de acelerar el cobro de sus ofensas. La Orden repudia, puesto que se tiene la razón y el modo legal de influir en la ley, todo recurso violento, los gremios menos inteligentes que la Orden, no bien se sentían miembros de ella se declaraban en huelga, ganosos de mostrar su nuevo poder: las huelgas, peligrosas siempre, solían ser prematuras e injustas. Si las condenaba la Orden por completo, perdía una popularidad que necesita aún para su establecimiento y eficacia. Levantad(os) los ánimos por los triunfos locales, por la fama creciente de la Orden misteriosa, por el influjo visible de sus ideas en los poderes públicos, por la recepción respetuosa que le acordaba la gente de pensamiento, vinieron a fustigar los ánimos sedientos de justicia los preparativos de resistencia de las empresas coaligadas, y las prédicas insidiosas de los socialistas europeos, que olvidan que ningún triunfo se logra definitivamente fuera del buen sentido o el equilibrio de los derechos humanos. Todavía era pequeña la casa de la Orden, una casa pobre de ladrillos que tiene alquilada en Filadelfia, para contener las impaciencias, las miserias, las iras, las demagogias abominables, las exageraciones que de todas partes se entraron con ímpetu por ella: y han amenazado echarla abajo antes de estar bien asentada!


***
Pareció por un momento que se le escapaba su obra de las manos: que tanto gremio nuevo colérico, ansioso como toda persona de poco alcance de soluciones inmediatas, daría de espaldas a la Orden prudentísima que quiere explicar bien su derecho antes de demandarlo, y juntar sus cohortes antes de marchar a su conquista. La prudencia siempre fue un pecado a los ojos del fanatismo. El odio mira como un criminal a la cordura. Pero la Orden no ha vacilado en poner su marchamo de reprobación sobre los que avivan en los espíritus atormentados de los obreros ignorantes los juegos del crimen. Condenan las huelgas y los asedios, salvo cuando toda razón sea desoída. Quiere adelantar propagando. Quiere ir conciliando en su marcha, para que al llegar no sea necesario vencer. Quiere ir deponiendo un consorcio amigable entre los trabajadores que producen y los fabricantes que, con las ganancias acumuladas en trabajos anteriores, contribuyen a la nueva producción. Quiere anonadar con su justicia e inspirar fe por su templaza. Quiere fortalecerse, de manera que no sean posible dentro de la Orden desmanes de extraviados ni desobediencias de fanáticos. Quiere hacer ir gradualmente por los caminos de la ley su ejército temible de quinientos mil hombres. Estos no son los del pañuelo rojo: estos van, pecho a pecho, guiados por un maquinista sin armas, con la palabra fuerte de Uriah Stevens en los labios. Tropiezan, caen, se levantan, han vencido muchas veces; ya tienen Estados suyos: Legislaturas enteras convierten en leyes algunos de sus principios; el Congreso adopta otras; el Presidente mismo acaba de recomendar en un mensaje el medio de paz que enseñó a sus amigos el sastre de Filadelfia. Si la Orden vence en su contienda con los elementos coléricos a que resite con aplauso nacional, el siglo acaso acabará en paz en los Estados Unidos; si el gran maestro trabajador Terencio Powderly es vencido, si predominan en los Consejos de la Orden los que no la quieren fuerte para mañana, sino agresiva para hoy, se echarán de un lado con miedo todos los que tienen qué perder y conservar, y se pondrán a hervir con nueva furia en el otro los elementos de una embestida gigantesca, que volcará sobre la tierra espantada llena de sangre la barba de oro, a este siglo sublime en que vivimos, grandes como una cordillera de montañas, desde cuyas cumbres celebran su persona triunfante los hombres victoriosos.

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