lunes, octubre 26, 2009

Visión de la naturaleza y el hombre nuestros.

por Cintio Vitier

Cuando Martí arriba a Santo Domingo, en febrero de 1895, está en el colmo de sus facultades humanas y poéticas. El dolor del hombre, la “agonía” de la patria, lo han afinado como un instrumento maravilloso. Su mirada es un cenit. Por eso al enfrentarse con el paisaje y el hombre antillanos, lo ve todo con ojo de piedad entrañable, que no significa lástima sino participación en la luz del espíritu.
Le interesa en seguida el lenguaje antillano: “La frase aquí es añeja, pintoresca, concisa, sentenciosa: y como filosofía natural”. Le interesa en seguida, y más, el que habla, su misterio: “El que habla es bello mozo, de pierna larga y suelta, y pies descalzos, con el machete siempre en puño y al cinto el buen cuchillo, y en el rostro terroso y febril los ojos sanos y angustiados”. En la adjetivación de la última frase ya está la penetración, no psicológica, sino poética, amorosa, secreta, participante.
Los retratos son prodigiosos. Véanse el de Don Jacinto, el de Ceferina Chávez, el del guía haitiano, el de Nephtalí, el del “eterno barbero”. Los paisajes, de una plenitud que desconocían nuestras letras, y las españolas de su tiempo: “Nos rompió el día, de Santiago de los Caballeros a la Vega, y era un bien de alma, suave y profundo, aquella claridad. A la vaga luz, de un lado y otro del ancho camino, era toda la naturaleza americana…” Y así hasta: “De autoridad y fe se va llenando el pecho”. O bien el inolvidable, realísimo y como soñado paisaje de costa: “A paso de ansia, clavándonos de espinas, cruzábamos a la media noche oscura, la marisma y la arena…”
Le interesa la ciencia campesina; ve los tipos pintorescos, sin quitarles su color y sabor local ni su extravagancia, antes subrayándolos como dignidades propias: cada hombre, un rey: Así como hace con una sala, que de un “ojeo”, dice, la copia, igual hace con un pueblo. Véase la minuciosidad de lo que ve en Ouanaminthe un sábado y en Petit Trou el domingo siguiente: “Como un cestón de sol era Petit Trou aquel domingo…” Léase todo, que todo es joya. Señalo tres: “Y abrí los ojos en la lancha, al canto del mar…” “Pasan volando por lo alto del cielo, como grandes cruces, los flamencos…” Y, sobre todas, la página absoluta de este cuaderno: “David, de las islas Turcas…”, quizás el más bello elogio que hizo, y el mayor ejemplo de su participación con los humildes.
Pero leer el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos es como leer un texto sagrado. El estilo resulta mucho más rápido, más urgido, a puro apunte y cifra. Mundos del alma se acumulan en palabras sueltas, en pausas hondas. La despedida, en tres trazos: “Lola, jolongo, llorando en el balcón”. La llegada (la inmensa llegada) en dos: “Salto. Dicha grande”.
Lo antillano (que desde lejos puede parecer lo mismo) no es igual a lo cubano. Ahora sentimos otra cosa. Menos ondulación y blandura en la atmósfera, en el paisaje, en el habla; ningún pintoresquismo; algo más ardiente, más velado, más seco y despegado sobre el fondo cariñoso. Es también la tensión, la fraternidad en el peligro, el fervor de la guerra.
No se reposa este Diario, como el anterior, en escenas y cuadros aislables. La agitación de la marcha, la apretura del apunte, lo impiden. Comidas agrestes, medicina guajira, cuentos de la otra guerra, se agolpan y mezclan, en el libre y azaroso fluir de las jornadas, con rápidos esbozos humanos, y venturas del paisaje, y preocupaciones crecientes de Martí por el destino de la Revolución. Su mirada es ya una centella. Lo ve todo, hasta el fondo: la solicitud cariñosa, el pudor de los hombres, la pena callada; y también la corrupción, la miseria, el recelo.
Rara vez le solaza la prosa. Pero en las vislumbres fúlgidas nos prende, y coge, como nunca antes, lo cubano en su plenitud natural y espiritual. Veamos algunos pasajes, sin perder detalle. Ya aquí todo (cada palabra, cada giro, cada pausa, cada signo de puntuación) es esencial.
Primero, escenas de la marcha:

Luego, a zapato nuevo, bien cargado, la altísima loma, de yaya de hoja fina,
majagua de Cuba, y cupey de piña estrellada. Vemos, acurrucada en un lechero, la
primera jutía. Se descalza Marcos, y sube. Del primer machetazo la degüella.
“Está aturdida”: “Está degollada”. Comemos naranja agria, que José coge,
retorciéndolas con una vara: “¡qué dulce!” Loma arriba. Subir lomas hermana
hombres.

(Es tan absoluto su modo de nombrar, que las plantas parecen cuerpos gloriosos, llenas de otra luz radiante: “yaya de hoja fina”, “cupey de piña estrellada”. En seguida aparece la jutía, y en el machetazo que la degüella, toda la intemperie cubana. Lo aforístico, la ley escondida en cada experiencia, salta natural).


Todos ellos, unos raspan coco, Marcos, ayudado del General, desuella la jutía.
La bañan con naranja agria, y la salan. El puerco se lleva la naranja, y la piel
de la jutía. Y ya está la jutía en la parrilla improvisada, sobre el fuego de
leña. De pronto hombres: “¡Ah hermanos!” Salto a la guardia. La guerrilla de
Ruen. Félix Ruen, Galano, Rubio, los 10. Ojos resplandecientes.

(El idioma, atestado de realidad. Estamos viendo ese “fuego de leña”, sus lenguas entrando ávidas en la luz. “De pronto” [todo sucede así, por apariciones y desapariciones súbitas], los otros carbunclos, el cargado y misterioso brillo fugaz [la sed, que él ve siempre] de los que llegan: “ojos resplandecientes”).
Pronto llegan también, reproduciéndose un gesto inmemorial, las sagradas ofrendas:


Dormimos, envueltos en las capas de goma ¡Ah! antes de dormir, viene, con una
vela en la mano, José, cargado de dos catauros, uno de carne fresca, otro de
miel. Y nos pusimos a la miel ansiosos. Rica miel, en panal. Y todo el día, ¡qué
luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado! Miro del
rancho afuera, y veo, en lo alto de la cresta atrás, una palma y una
estrella.

(Hasta la gravedad del destino se transfigura entre nosotros como ingravidez dichosa, ligereza, aire).
Veamos ahora el retrato de un mozo, mínimo y magistral, con arte ávido:


El pájaro, bizambo y desorejado, juega al machete; pie formidable; le luce el
ojo como marfil donde da el sol en la mancha de ébano.

Y el retrato de un espía. (¡Cómo ve siempre, secreta, la angustia! ¡Y cómo se le desborda, en vena que sin quererlo él nos regocija, la sobreabundancia de la expresión!):


Se fue a la centinela, y se escurrió. Descalzo, ladrón de monte, práctico
español; la cara angustiada, el hablar ceceado y chillón, bigote ralo, labios
secos, la piel en pliegues, los ojos vidriosos, la cabeza cónica. Caza
sinsontes, pichones, con la liria del lechugo.

Y la fragancia, en la resonante soledad azul, de un tiroteo, con ese lindo diálogo ejemplar de Hispanoamérica, que ya, en el momento de producirse, parece legendario:


A las once, redondo tiroteo. Tiro graneado, que retumba; contra tiros velados y
secos. Como a nuestros mismos pies es el combate; entran, pesadas, tres balas
que dan en los troncos. “¡Qué bonito es un tiroteo de lejos!”, dice el muchachón
agraciado de San Antonio, un niño. “Más bonito es de cerca”, dice el viejo.

Y el retrato neto, con fino y ponderado elogio, de un jefe negro:


Victoriano Garzón, el negro juicioso de bigote y perilla, y ojos fogosos, me
cuenta, humilde y ferviente, desde su hamaca, su asalto triunfante al Ramón de
las Yaguas: su palabra es revuelta e intensa, su alma bondadosa y su autoridad
natural: mima, con verdad, a sus ayudantes blancos, a Mariano Sánchez y a Rafael
Portuondo; y si yerran en un punto de disciplina, les levanta el yerro. De
carnes seco, dulce de sonrisa: la camisa azul y negro el pantalón: cuida uno a
uno de sus soldados.

Y la flor de la generosa hospitalidad de amplio gesto (con rápidos lienzos esbozados, y el ojo siempre agudo para la pena oculta):


El ingenio nos ve como de fiesta: a criados y trabajadores se les ve el gozo y
la admiración: el amo, anciano colorado y de patillas, de jipijapa y pie
pequeño, trae Vermouth, tabacos, ron, malvasía. “Maten tres, cinco, diez,
catorce gallinas”. De seno abierto y chancleta viene una mujer a ofrecernos
aguardiente verde, de yerbas: otra trae ron puro.
“Aquí tienen a mi señora”,
dice el marido fiel, y con orgullo: y allí está en su túnico morado, el pie sin
medias en la pantufla de flores, la linda andaluza, subida a un poyo, pilando el
café. En casco tiene alzado el cabello por detrás, y de allí le cuelga en cauda:
se le ve sonrisa y pena.

Y el retrato formidable de otro héroe negro, que en su elogio casi alcanza talla homérica. (¡Y qué categóricos, absolutos, legendarios, suenan también los nombres en su prosa: Victoriano Garzón, Casiano Leyva! Diríase que, después de él, ya no hay nombres ni hombres así):


Veo venir a caballo, a paso sereno bajo la lluvia, a un magnífico hombre, negro
de color, con gran sombrero de ala vuelta, que se queda oyendo, atrás del grupo
y con la cabeza por sobre él. Es Casiano Leyva, vecino de Rosalío, práctico por
Guamo, entre los triunfadores el primero, con su hacha potente: y al descubrirse
le veo el noble rostro, frente alta y fugitiva, combada al medio, ojos mansos y
firmes, de gran cuenca; entre pómulos anchos; nariz pura; y hacia la barba aguda
la pera canosa: es heroica la caja del cuerpo, subida en las piernas
delgadas: una bala, en la pierna: él lleva permiso de dar carne al
vecindario; para que no maten demasiada res. Habla suavemente; y cuanto hace
tiene inteligencia y majestad.

(La imagen del negro épico, como la de las ofrendas de la tierra −que tiene su origen en los presentes de los indios a Colón−, aparece ya en el Espejo de paciencia. Casiano Leyva es de la estirpe del heroico Salvador. La figura máxima de este linaje, desde luego, es Antonio Maceo).
Nos sobrecoge, como algo sagrado, el contacto de Martí en sus últimos días con la arcilla y el agua de su tierra (la tierra, por vez primera entre nosotros, del espíritu). Su fruición es filial, profunda, misteriosa:


La lluvia de la noche, el fango, el baño en el Contramaestre: la caricia del
agua que corre: la seda del agua.

A Rosalío, el vecino de Leyva, lo queremos como a David de las islas Turcas, porque en la última página del Diario, dos días antes de morir, escribe Martí: “Rosalío, en su arrenquín, con el fango a la rodilla, me trae, en su jaba, de casa, el almuerzo cariñoso: “por usted doy mi vida”.
El primer texto que conocemos de Martí, la carta a su madre cuando tenía nueve años (fechada en Hanábana, octubre, 23 de 1862), habla de un río crecido, el Sabanilla. La última página de su Diario (mayo 17 de 1895) termina también con un río crecido: “Está muy turbia el agua crecida del Contramaestre, −y me trae Valentín un jarro hervido en dulce, con hojas de higo”.
El contacto directo con nuestra naturaleza, monte adentro y en la madurez de su mirada y su palabra, religa a Martí de un golpe con tradiciones poéticas cubanas que hasta entonces no lo habían tocado por modo apreciable. Y de un golpe también las lleva a su mayor belleza y sentido. Así ocurre con la enumeración arbórea y el rumor, que desde las primeras Lecciones venimos persiguiendo.
Los árboles, tan ingenua e infatigablemente trabajados por nuestra poesía anterior, los coge ya en su categoría, en su ser completo. He aquí − ¡ah, ciegos precursores anhelantes: Pobeda, Iturrondo, Cucalambé…!−, al fin satisfactoriamente asumido y nombrado, no como simple paisaje, sino como fondo natural absoluto del destino, el bosque cubano:


De suave reverencia se hincha el pecho y cariño poderoso, ante el vasto paisaje
del río amado. Lo cruzamos, por cerca de una seiba, y, luego del saludo a una
familia mambí, muy gozosa de vernos, entramos al bosque claro, de sol dulce, de
arbolado ligero, de hoja acuosa. Como por sobre alfombra van los caballos, de lo
mucho del césped. Arriba el curujeyal da al cielo azul, o a la palma nueva, o el
dagame que da la flor más fina, amada de la abeja, o la guásima o la jatía. Todo
es festón y hojeo, y por entre los claros, a la derecha, se ve el verde del
limpio, a la otra margen abrigado y espeso. Veo allí el ateje, de copa alta y
menuda, de parásitas y curujeyes; el cajueiran, « el palo más fuerte de Cuba»,
el grueso júcaro, el almácigo, de piel de seda, la jagua, de hoja ancha, la
preñada güira, el jigüe duro, de negro corazón, para bastones, y cáscara de
curtir, el jubabán, de fronda leve, cuyas hojas capa a capa, «vuelven raso el
tabaco», la caoba, de corteza brusca, la quiebra hacha de tronco estriado, y
abierto en ramos recios cerca de raíces; (el caimitillo y el cupey y la
pica-pica) y la yamagua, que estanca la sangre.

Y al bosque nocturno, a la fiesta y delicia y misterio del rumor (ya anotado por Colón, según vimos), se dedica la página más poemática del último Diario, su fragmento de más libre poesía:

La noche bella no deja dormir. Silba el grillo; el lagartijo quiquiquea, y su
coro le responde; aún se ve, entre la sombra, que el monte es de cupey y de
paguá, la palma corta y espinuda; vuelan despacio en torno las animitas; entre
los ruidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de
finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa,
titila y se eleva, siempre sutil y mínima: es la miríada del son fluido: ¿qué
alas rozan las hojas? ¿qué violín diminuto, y oleadas de violines, sacan son, y
alma, a las hojas? ¿qué danza de almas de hojas?


Este Diario significa el primer contacto inmediato del espíritu, en el trance supremo del sacrificio, con nuestra naturaleza y nuestros hombres. Pero una cosa es lo que Martí gana para todos en el preciso testimonio de sus incorporaciones, y otra lo que su mira da transparente como realidad distinta de él. Detrás de sus palabras y su fervor, palpita el hecho cubano a secas (no ya el hecho martiano) con tanta fuerza y legitimidad, que desde ese trasfondo nos llegan nuevos rasgos para enriquecer la caracterización que venimos intentado.
En medio de una naturaleza que no es nunca desmesurada, que tiene siempre la medida manual del hombre, que es puro destello y rumor, “festón y hojeo”, y vetas cambiantes del aire, los hombres comunes, oscuros, que nos pinta Martí (a veces de un solo trazo), están, rigurosamente hablando, a la intemperie. Sentimos que nada los abriga, que ningún escudo (llámese catolicismo, nacionalismo o simple regionalismo) los protege. Sólo el misterio del calor humano les da un poco de sombra. Pero en sus relaciones, aún estrechadas por la tensión del peligro y la comunidad del ideal patriótico, percibimos un peculiar despego. El modo mismo de querer, de ser cariñoso, es en el fondo como cálida o suavemente huraño, como provisional, como despegado. El cubano es más tierno que el español, pero no tiene apego último. Esta contradicción es típica de su carácter. Puede ser cariñoso hasta el mimo, pero no se hunde ni enraíza en ese cariño; de pronto se desprende, sale, salta, va a otra cosa. Así en el Diario hallamos la ternura viril, la fineza natural en el trato, la devoción estremecida, la hospitalidad hermosa del cubano, pero sentimos también su fondo de despego ardiente (porque no se trata de frialdad o indiferencia), el rescoldo siempre vivo de su soledad ontológica. No una soledad individual, de la que seamos conscientes (pues éste es rasgo universal del hombre), sino una soledad inconsciente, histórica, casi diríamos nacional, en la cual se reside. Porque el cubano, en cuanto a tal, no se asiente en ningún dogma ni echa raíces en sus propias costumbres ni se aposenta profunda y realmente, como el español o el mexicano, en su ser de cubano. Claro que al no hacerlo, por eso mismo, toca la peculiaridad de su ser. En el momento del último Diario de Martí, por otra parte, hay dos fuerzas cohesivas tremendas que actúan sobre esos hombres que él nos pinta o nos transluce: el ideal de la patria libre y la presencia del propio Martí. Añádanse los trabajos comunes, el peligro que están corriendo juntos. El Diario está lleno de ojos que centellean, de gestos de fina y pudorosa reverencia, de cortesías recias y veladas. Pero en el machetazo que degüella a la jutía, está la intemperie cruda, destemplada y sin amparo de lo cubano. Si de Heredia a Zenea vimos su revelación como lejanía, ya aquí se nos abalanza como hiriente inmediatez. Y sabemos que cuando aquellos ideales pierdan su vigencia y este hombre maravilloso desaparezca, habrá que vivir a pulso, irguiéndose sobre la nada suave y creciente de los días.


Lo cubano en la poesía. Edición definitiva
Editorial Letras Cubanas, 1998, págs. 196-202.

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