lunes, marzo 15, 2010

Correspondencia Particular para 'El partido liberal' (4)

SUMARIO.
—EL 4 DE JULIO.
— NEW YORK A MEDIA NOCHE.
—FALTA DE ESPÍRITU PATRIO EN LAS FIESTAS.
—LOS DÍAS PATRIOS .
—OBSERVACIONES SOBRE EL ESPÍRITU PÚBLICO EN LOS ESTADOS UNIDOS.
— CÓMO SE FORMA ESTE PAÍS.
— EFECTOS SOCIALES DE LA INMIGRACIÓN Y EL EXCESIVO AMOR A LA RIQUEZA.
—LAS FIESTAS
—DÍA DE PASEO.
—CONEY ISLAND.
—LA FIESTA DE LOS IRLANDESES.
—LA MADRE DE PARNELL.
—HERMOSA ESCENA EN LA PLAZA DE LA UNIÓN.


New York, 6 de julio de 1886
Señor Director de El Partido Liberal:

Todavía está el aire rojo, y penetrado de olor de los fuegos con que se celebró ayer el 4 de Julio. Anoche, al sonar las doce, cuando a los reflejos carmesíes y violetas de las últimas luces de Bengala pasaban cual fantásticas figuras los paseantes cansados de las playas y pueblos vecinos, parecía New York como un cesto de duendes, que se acostaban entre chispazos y volteretas, saltando por sobre torres y techumbres, a la luz cárdena del cielo encendido. Camino de la eternidad parecían ir los trenes del ferrocarril elevado, como serpientes aéreas por cuya piel agujereada se escapase su espíritu de luz. Las chispas de una rueda de fuego clavada en un poste de esquina, caían sobre un niño en traje de soldado, dormido en la acera sobre su tambor. De una estación de ferrocarril bajaban, entre familias alemanas y jugadores de pelota, trece mozas en uniforme de cantineras, los trece Estados de la Unión, que hace ciento diez años declararon en estos mismos días su voluntad de ser unos y libres. Un veterano llevaba en brazos a su hijita, envuelta en una bandera nacional. Bufando, y como exhalando los últimos suspiros, vaciaban en el muelle su carga sofocada los vapores que volvían de los lugares de paseo, conciertos, baños, pugilatos, juegos y carreras. Como los pueblos se revelan en sus fiestas, y la alegría y la libertad desnudan las almas, es bueno observar las ciudades en los días en que el regocijo, expansivo de naturaleza, saca de ellas lo que tienen de tierno, de indiferente o de bárbaro.

Animadísimo ha sido aquí este 4 de Julio; pero ¡quién lo diría! no hubo fiesta patria sino en un barrio nuevo, allá por las afueras, que quiere llamar la atención sobre sus calles y sus casas, y tener por lo pintoresco y bullanguero los atractivos que le quita la distancia. Allí hubo gran parada, con el coche redondo de Washington; hubo bandera de treinta yardas, que se izó entre vítores en un parque que lleva el nombre de uno de los firmantes de la declaración de la independencia; hubo un general octogenario, que cantó con voz velada, ante la muchedumbre descubierta con respeto, una de las tonadas de guerra del año 1812, cuando Inglaterra mordía las alas del águila que había espantado de su nido. Pero fuera de la procesión de Harlem, y del pabellón que al abrir la aurora iza en la Batería todos los años un nieto del que arrió la bandera británica cuando salían, mosquete a tierra, los ingleses vencidos de New York, ¡ni los nombres se pronunciaron en los discursos de los oradores en teatros y plazas, de aquellos cincuenta y seis patriarcas que en la hora de la necesidad aparecieron sobre su pueblo como hombres de mármol que daban luz!

Los días patrios no han de ser descuidados. Está en ellos el espíritu público. Están en ellos las victorias futuras. Están en ellos las artes y las letras, que levantan a los pueblos por sobre las sombras cuando se han podrido los huesos de sus hijos, y cubierto de capas de tierra sus bronces y sus mármoles. Está en ellos esa arrogante soberanía que hace a los pueblos capaces de defenderse afuera de sus enemigos, y de salvarse adentro de sus tiranos. En esta vida, donde el hombre no vive feliz ni cumple su deber si no en un altar, el día patrio reanima el santo fuego, en las aras manchadas por las pasiones, empolvadas por la indiferencia, o pervertidas por el ocio y el lujo. ¡Se necesita de vez en cuando respirar juntos, al ruido marcial de los tambores y al reflejo de las banderas, ese aire sobrehumano que embriaga, y pone en los que viven, para que anden y triunfen, la voluntad y el brazo de los muertos! De sí debe tener vergüenza el que se avergüence de fortalecer, con estas juntas brillantes de espíritus, esa alma compacta y robusta sin la que, al embote de los avariciosos, caerá como un montón de polvo la patria: o como la estatua de plomo del rey de Inglaterra, que derritieron los neoyorquinos hace ciento diez años, cuando supieron que estaba repicando en Filadelfia la campana sagrada, publicando al mundo que había nacido sobre una tierra nueva un pueblo libre.

Aquí da miedo ver cómo se disgrega el espíritu público. La brega es muy grande por el pan de cada día. Es enorme el trabajo de abrirse paso por entre esta masa arrebatada, desbordante, ciega, que sólo en sí se ocupa, y en quitar su puesto al de adelante, y en cerrar el camino al que llega. Por cada hombre del país, cincuenta extranjeros. El extranjero que desembarcó hace un año con sus botas de cuero, su gabán parduzco, su cachucha y su nariz colorada, mira de reojo como a un enemigo a cada nueva barcada de inmigrantes. Nacidos de estos padres, los nuevos americanos no traen a su patria casual aquella sutil herencia de afectos y orgullos, aquella insensata y adorable pasión por el país donde se viene al mundo, que parece que sujeta con raíces a los que ven la luz sobre él, con raíces que les orean la frente como alas cuando se la enardecen o abaten los infortunios, y que los llaman como brazos angustiosos cuando con un dolor que tuerce las entrañas, se siente resonar sobre la patria un pie extranjero.

En las luchas se acendran e inflaman los elementos que las inspiran, por lo que acá llega a ser señora única del alma el ansia de la fortuna. La nación se ha hecho de inmigrantes. Los inmigrantes se dan prisa frenética por acumular en lo que les queda de vida la riqueza que desearon en vano en la tierra materna. De esta tierra adoptiva sólo les importa lo que puede favorecer o retardar su enriquecimiento o su trabajo. No les estorban para adelantar ni las creencias religiosas, que aquí son libérrimas, ni las opiniones políticas, que caldean el corazón y turban el juicio en el país propio. Acuestan sobre la almohada por la noche la cabeza cargada de ambiciones y cifras. Nace el hijo entre un check y una factura, o en uno de esos goces sin espíritu en que buscan las mentes desasosegadas compensación física y violenta a su fatiga. Ni es el matrimonio aquella mutua y. absoluta entrega que lo hace feliz, porque el ser humano sólo lo es completamente en darse, sino que en él continúa la preocupación abominable del bien de cada cual, sin que el hijo llegue a ser un perfume, porque jamás se unen bien el céfiro y la rosa. En este aire sin generosidad, en esta patria sin raíces, en esta persecución adelantada de la riqueza, en este horror y desdén de la falta de ella, en esta envidia y culto de los que la poseen, en esta deificación de todos los medios que llevan a su logro, en esta regata impía y. nauseabunda, crecen los hombres de las generaciones nuevas sin más cuidado que el de sí, sin los consuelos y fuerzas que trae la simpatía activa con lo humano, y sin más gustos que los que pueden servir para la ostentación del caudal de que se envanecen, o los que apagan los fuegos de la bestia o la fiera que desarrolla en ellos su vida de acometimiento y avaricia. No es el hermoso trabajo, ni la prudente aspiración al bienestar, sin el que no hay honor, ni paz, ni mente seguras: es el apetito seco de acaparar riqueza, afeado por el odio y desdén a los oficios en que se la logra con honradez y lentitud. Lo que admiran es el salto, la precipitación, la habilidad para engañar, el éxito; y se fían en el que ha engañado más. La mujer, criada en el mismo amor de sí, ni siente con ardor la necesidad de darse a otro, ni se presta a darse para la desdicha, ni busca en su compañero más que el modo de asegurarse su holgura y complacencia. Nacen los hijos pálidos y avarientos de este consorcio sórdido. Así, consagrado cada uno al culto de sí propio, se va extinguiendo el de la patria. No endulza acá las vidas la generosidad ni el agradecimiento.

* * *
Y cuando, como en este 4 de Julio, sienten las gentes políticas el deber de celebrar la fiesta patria, se juntan, como se juntaron ayer en Tammany Hall; no para entonar alabanzas a los fundadores y afirmar sus doctrinas, sino para flagelar al Presidente porque no desaloja de sus empleos a los republicanos, y pone en ellos a aquellos
mismos demócratas mercenarios sobre cuya voluntad y traición fue elegido. .

La fiesta era ayer en todas partes: carreras de caballos corredores, carreras de todo paso, apuestas entre caminadores, juegos escoceses, excursiones por los ríos, regatas de remadores, partidas de pelota. Pululaban los alrededores y las playas. La ciudad se iba vaciando desde por la mañana sobre las arboledas y campos vecinos. Sobre cada adoquín estuvo estallando del alba a la media noche un cohete. Caían las muchedumbres sobre los ferrocarriles y vapores, como los potros sobre el portillo abierto en la dehesa. No se abre un brazo en estas multitudes para hacer lugar al niño que se sofoca o al viejo que desfallece. Cada vapor lleva un ejército a las playas serenas de Coney Island, que atrae a las gentes con el fragor de sus hoteles, la algazara y chirridos de los columpios y las ventas, sus cantos de tiroleses y de minstrels, sus orquestas de mujeres descoloridas y huesudas, sus hediondos museos de elefantiacos y de enanos, su elefante de madera, que tiene en el vientre un teatro, y es como símbolo y altar monstruoso de aquella parte glotona y fea de la isla, a cuyo alrededor, como columnas de incienso, se eleva de los ventorrillos que le hormiguean a los pies el humo de las freideras de salchichas. Allá lejos, se tiende la playa, matizada de grupos de familias, reclinadas o sentadas en la arena junto a los restos del festín casero: se salen los trajes de los cuerpos canijos de los judíos; se salen de sus talles morados y pomposos las irlandesas ubérrimas; la vida se sale de algunos ojos apenados, que van allí a hablar con el mar de la honestidad y la grandeza que no se hallan en los hombres; y se observa tristemente el contraste que hacen las caras varoniles y osadas de las niñas con sus vestidos de encaje y con sus cintas de colores. En una tienda fríen maíz: en otra, bajo un toldo, comen ostras frescas en el borde de un bote: allí cerca, alquilan caballos para los niños: van y vienen, arrancando risas con sus trajes de baño, los flacos y los gordos, mostrando esa pobreza y caimiento de las formas consiguientes al ayuntamiento apresurado y huraño de tanta casta diversa y egoísta. Se pavonean entre los grupos, ojeados por damiselas de mala ocupación, los jugadores de oficio que han tenido suerte en las últimas carreras: el pecho es un brillante: llevan el pelo a rape, como los presidiarios: ostentan sombreros blancos: van seguidos y curioseados como héroes. El mar fresco, surcado a lo lejos por botes de paseo llenos de galanes y de hermosas, echa su ola fragante sobre la vasta arena, blanca como la plata sin bruñir. Suena a lo lejos la marcha de Lohengrin.

* * *

Pero no se fue toda la ciudad a estos gozos bullentes. Tienen disciplinada a la gente de dolor los trabajadores del espíritu. El derecho, y toda ocasión de pedirlo, es una fiesta para los que padecen de hambre de él. Esos hombres buenos y graves que están procurando juntar en una asociación incontrastable a todos los obreros, para que vuelquen de un común empuje las leyes de distribución de los productos del trabajo y la tierra pública, llamaron a una gran fiesta en la plaza de la Unión, donde obreros de todas nacionalidades, alemanes y americanos, franceses y bohemios, y los ingleses mismos, mostraran, a la hora en que el sol está en el cenit, su simpatía por los obreros irlandeses, en cuyas bolsas no se acaba nunca el centavo para el cura, ni el peso para ayudar a la faena política de la magnífica cohorte que batalla por obtener la autonomía de Irlanda.

Había más gente que hojas en los árboles. Llegaba por una calle, un gremio de alemanes, con un esplendor de barba rubia, serio el rostro, pesado el paso; y su guía, brillándole los ojos con esa luz misteriosa e inquieta que distingue a los hombres nacidos para conducir, clava la bandera del gremio, entre cohetazos y aplausos, en el balcón de la casilla de madera donde preside rodeada de señoras, la adorable anciana que trajo al mundo a Parnell.

Allí está, con su vestido negro y su cabeza blanca, la madre del reformador irlandés. Ella es en Irlanda propietaria y noble; pero donde están sus irlandeses, allí está ella. Su hijo sienta a Irlanda, del otro lado del mar, sobre la cabeza de los ingleses; y como que se contiene, vence. Ella se muestra erguida y sobria, cada vez que los irlandeses de este lado se reúnen para mostrar simpatía o buscar ayuda a los que luchan en el Parlamento de Londres por sus libertades; y no bien la ve el público, se pone en pie frenético, como si viesen santificada en un altar a su propia madre. No perora, pero dice cosas que abofetean y que queman: parecen sus palabras, deliberadas, profundas, centelleantes, breves, manojos de guantes que echa al rostro inglés. Se eleva el espíritu, y se humedecen los ojos, en la presencia de esta sublime dama que tiene involuntariamente sobre su pueblo el prestigio de las antiguas sacerdotisas.

Pasan, pasan delante de ella, todos los gremios que acuden a tomar parte en la fiesta. Unos clavan su estandarte junto al de los alemanes, y las banderas quedan allí, dando guardia a las mujeres que sufren y trabajan por los hombres. Otros dejan a sus pies ramos de flores. Otro le trae una insignia del color de su patria, para que la ostente en el pecho, y al notar la multitud que la insignia es verde, comienzan a sacudir los árboles, al ruido de las músicas, y se adornan aquellos cincuenta mil hombres los sombreros y las
solapas con las hojas.

Los americanos e irlandeses se agrupan junto al estrado donde están reunidos los consejeros mayores del partido obrero: Henry George, con su cara benigna; Louis Post, con sus aires de pelea; John Swinton, el que trabaja frente a un grabado de John Brown flotando al aire en la horca. Los alemanes y bohemios toman puesto alrededor del estrado donde van a hablar los oradores en su propia lengua: oradores ardientes y excesivos, como son siempre, precipitados sin duda por el dolor perpetuo de no hallarse en su pueblo, aquellos que concentran en los países lentos o duros las condiciones de poesía y palabra de que la comunidad carece, por eso han nacido de los países más recios los reformadores más violentos. En el estrado de las damas, las oradoras se van poniendo en pie, y bendicen, al acabar sus razonamientos elocuentes, a aquel hombre joven de frente de templo y de brazos cruzados que va peleando sin sangre por la libertad de Irlanda. Habla después su propia madre: ¿cómo ha de hablar, sin empieza por decir que cientos de años de los dolores de Irlanda le hierven en el pecho? Ya se imagina lo que fue la fiesta: un hurra que duró tres horas. Los banderines azotaban contentos los altos mástiles del parque, coronados por una bola de oro.

El Partido Liberal, México, 25 de julio de 1886

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