Después del mar, lo más admirable de la creación es un hombre. El nace como arroyo murmurante, crece airoso y gallardo como abierto río, y luego -a modo de gigante que dilata sus pulmones, se encrespa ciego, y se calma generoso- ¡genio espléndido de veras, que sacude sobre los hombros tan regio manto azul, que hunde los pies monstruosos en rocas transparentes y corales!; ¡genio híbrido y extraño que cuando se mueve se llama tormenta, y cuando reposa, noche de luna en el Océano, lluvia de plata, y plática de estrellas sobre el mar! -Aquí sobre esta arena menudísima, tormento de los pies y blanca muerte de las olas, tapizada de conchas quebradizas, salpicada de bohíos de lindo techo de trenzadas pencas, esmaltada de indígenas robustas, aquí entre estos hombres descuidados, entre estas calles informes, sobre esta arena agradecida que no sofoca con su ardor al extranjero que la pisa, aquí reposa mí alma, señora de su fatiga, contenta con la serenidad de esta grandeza, poblada y consolada en medio de esta muelle soledad.
La buena voluntad es un reflejo que pone en el rostro la suave luz de luna, que ha dado el cielo a cada espíritu de hombre: ¡qué noche tan amarga, cuando, allá en el fondo de nuestra conciencia, la luz serena y permanente descubre alguna sinuosidad! ¡Qué revolverse en el lecho! ¡Qué pedir consuelo en vano a los recuerdos, a las esperanzas, a los paseos, a los versos, a los libros! Parece que la mala acción cometida está escrita en la onda de cada nube, en la quebrada luz de cada estrella, en cada ardiente voz de nuestro espíritu. En cambio ¡qué plácido sueño cuando esta lumbre no ilumina en el corazón más que llanuras! El alma satisfecha acrece las fuerzas, rejuvenece el rostro, desarruga la frente de los viejos, perpetúa la beldad de las mujeres, limpia de ortigas los años, aligera los miembros, aviva la voluntad, acrecienta los caudales. Más joven se levanta cada mañana el hombre bueno: así los viejos suizos, amigos y camaradas de los Alpes, mueren con los ojos azules y con el color sonrosado en las mejillas, ¡porque no han doblado en un siglo el ramo de roble en que se apoyan, ni su conciencia pura, -blanca como sus neveros, -su báculo más fuerte!
Dejé en la Habana las iras de los hombres; y traspuse llegando a Progreso, si bien por tiempo breve, las majestuosas iras de la mar. Mido yo mi grandeza por la de los océanos irritados: cuando viajaba en el potente Celtic, buque de inmigrantes y de príncipes, donde vi -y no en los príncipes,-más héroes respetables, el negro Atlántico reunía todas las fuerzas de su seno, no cabía su cuerpo dilatado en la implacable orilla de sus mares, y se retorcía con sacudimientos montañosos, pidiendo fuerza al cielo, negro también y oscuro, como la frente de sañudo padre, que quiere detener con su ira las impaciencias de un hijo rebelado. Mar vea el cielo, allá en la inmensidad del horizonte. Nunca sentí terror ante tan grandes luchas; antes, las fauces, bien firmes en las órbitas mis ojos, rey también entre tanta majestad, sentía hercúleas mis espaldas. Un religioso espíritu me transportaba; afán de batalla me poseía, hogar mío creía yo a aquel espacio negro y barco hondo, y regocijado como un niño, adoraba aquel peligro, que al fin me conocía y miraba al cielo alto, que es mi manera de pintarme de rodillas. ¡Qué desdén luego en mis ojos para todo lo que no amaba conmigo la tormenta! Verdad que nunca oí manera de rugir más formidable. ¡Pueril lenguaje fuera comparado al de las ondas atlánticas airadas, el de una selva de leones desatada sobre árabes temerosos en impenetrable noche oscura! Duda la mano débil al transportar a los hombres tan hermoso honor. Jamás tuvo cantor la epopeya de la Naturaleza, ni lo ha tenido aún la epopeya del esfuerzo de los hombres. Eran el mar y el buque como masas de espíritus inmensos; placíanse en el combate, y reposaban de sus golpes como generosos enemigos. Allá viene la negra montaña, ladeado el cráter. crecientes las faldas, jadeante y horrible; y hace cresta, se extiende, se yergue, ya se lanza rugiente sobre el buque. Y el gran Celtic se dilata, se encorva, se inclina al lado mismo de la ola con su borde poderoso -el hondo aceroso borde, abre sus brazos férreos como para ahogar mejor a la montaña, y se endereza y se sacude, vencedor gigante; conmueve la onda horrible y la echa fuera. Tal vez adolorido, calla el mar esta labor de abismo, y fatigado de la lucha, se estremece sobre su base colosal, como si se desatara el ruido de bronce a sus miembros. Ruge sordamente, como monarca perturbado; mas otra vez, en cambio, corre de su férrea cabeza a su ligero extremo onda apacible, y parece, al resplandor de la tiniebla, un león satisfecho que lame con su lengua el pelo de oro.
Y luego, tras dos años, ¡qué azulado ese Océano sombrío, qué desarrugado el ceño de ese cielo, qué mezquino guerrero en vez de aquel ferrado batallador! ¡Oh! la nación norteamericana morirá pronto, morirá como las avaricias, como las exuberancias, como las riquezas inmorales. Morirá espantosamente como ha vivido ciegamente. Sólo la moralidad de los individuos conserva el esplendor de las naciones.
Los pueblos inmorales tienen todavía una salvación: el arte. El arte es la forma de lo divino, la revelación de lo extraordinario. La venganza que el hombre tomó al cielo por haberlo hecho hombre, arrebatándole los sonidos de su arpa, desentrañando con luz de oro el seno de colores de sus nubes. El ritmo de la poesía, el eco de la música, el éxtasis beatífico que produce en el ánimo la contemplación de un cuadro bello, la suave melancolía que se adueña del espíritu después de estos contactos sobrehumanos, son vestimentos místicos, y apacibles augurios de un tiempo que será todo claridad. ¡Ay, que esta luz de siglos le ha sido negada al pueblo de la América del Norte! EI tamaño es la única grandeza de esa tierra. ¡Qué mucho, sí nunca mayor nube de ambiciones cayó sobre mayor extensión de tierra virgen! Se acabarán las fuentes, se secarán los ríos, se cerrarán los mercados ¿qué quedará después al mundo de esa colosal grandeza pasajera? El ejemplo de la actividad, que si ha asombrado tanto a la tierra, aplicado a la tierra, debe salvarla y equipararla al cielo, cuando anime con igual empuje las naves veleras de las aguas, y las salvadoras realidades del espíritu.
La América del Norte desconoce ese placer de artista que es una especie de aristocracia celestial. Sólo las almas elevadas gustan toda la íntima belleza de ese mundo extramundano. La admiración universal alimenta el ara no apagada de la Grecia; pasó el pueblo, y quedó su reflejo; se prostituyó su nacionalidad, y la Grecia es aún madre perenne y admirable, no ha perdido sus formas, a pesar de haber amamantado tantos hijos. Inagotable es la fuente de sus senos, inmarchitable la verde palma que sobre ellos abandona con molicie; empapados están sus labios todavía de la sabrosa y eterna miel de Himeto.
Hoy ha dejado el puerto esa redonda nave en que vinimos, vulgar, cómoda, apática: sin gallardía en sus velas, sin elegancia en su atrevimiento, sin atrevimiento siquiera! Al fin la nave sueca imita en forma y marcha el regio andar del cisne; la gran nave de Hamburgo, fresca y gruesa, retrata en sus anchuras la franca cordialidad de sus armadores; la audaz proa británica vuela airosa, velera enamorada de la mar, y murmura la góndola en Venecia las historias de amor de sus canales.
*Estos apuntes de Martí parecen referirse a sus viajes a México en 1875 y 1877
Dejé en la Habana las iras de los hombres; y traspuse llegando a Progreso, si bien por tiempo breve, las majestuosas iras de la mar. Mido yo mi grandeza por la de los océanos irritados: cuando viajaba en el potente Celtic, buque de inmigrantes y de príncipes, donde vi -y no en los príncipes,-más héroes respetables, el negro Atlántico reunía todas las fuerzas de su seno, no cabía su cuerpo dilatado en la implacable orilla de sus mares, y se retorcía con sacudimientos montañosos, pidiendo fuerza al cielo, negro también y oscuro, como la frente de sañudo padre, que quiere detener con su ira las impaciencias de un hijo rebelado. Mar vea el cielo, allá en la inmensidad del horizonte. Nunca sentí terror ante tan grandes luchas; antes, las fauces, bien firmes en las órbitas mis ojos, rey también entre tanta majestad, sentía hercúleas mis espaldas. Un religioso espíritu me transportaba; afán de batalla me poseía, hogar mío creía yo a aquel espacio negro y barco hondo, y regocijado como un niño, adoraba aquel peligro, que al fin me conocía y miraba al cielo alto, que es mi manera de pintarme de rodillas. ¡Qué desdén luego en mis ojos para todo lo que no amaba conmigo la tormenta! Verdad que nunca oí manera de rugir más formidable. ¡Pueril lenguaje fuera comparado al de las ondas atlánticas airadas, el de una selva de leones desatada sobre árabes temerosos en impenetrable noche oscura! Duda la mano débil al transportar a los hombres tan hermoso honor. Jamás tuvo cantor la epopeya de la Naturaleza, ni lo ha tenido aún la epopeya del esfuerzo de los hombres. Eran el mar y el buque como masas de espíritus inmensos; placíanse en el combate, y reposaban de sus golpes como generosos enemigos. Allá viene la negra montaña, ladeado el cráter. crecientes las faldas, jadeante y horrible; y hace cresta, se extiende, se yergue, ya se lanza rugiente sobre el buque. Y el gran Celtic se dilata, se encorva, se inclina al lado mismo de la ola con su borde poderoso -el hondo aceroso borde, abre sus brazos férreos como para ahogar mejor a la montaña, y se endereza y se sacude, vencedor gigante; conmueve la onda horrible y la echa fuera. Tal vez adolorido, calla el mar esta labor de abismo, y fatigado de la lucha, se estremece sobre su base colosal, como si se desatara el ruido de bronce a sus miembros. Ruge sordamente, como monarca perturbado; mas otra vez, en cambio, corre de su férrea cabeza a su ligero extremo onda apacible, y parece, al resplandor de la tiniebla, un león satisfecho que lame con su lengua el pelo de oro.
Y luego, tras dos años, ¡qué azulado ese Océano sombrío, qué desarrugado el ceño de ese cielo, qué mezquino guerrero en vez de aquel ferrado batallador! ¡Oh! la nación norteamericana morirá pronto, morirá como las avaricias, como las exuberancias, como las riquezas inmorales. Morirá espantosamente como ha vivido ciegamente. Sólo la moralidad de los individuos conserva el esplendor de las naciones.
Los pueblos inmorales tienen todavía una salvación: el arte. El arte es la forma de lo divino, la revelación de lo extraordinario. La venganza que el hombre tomó al cielo por haberlo hecho hombre, arrebatándole los sonidos de su arpa, desentrañando con luz de oro el seno de colores de sus nubes. El ritmo de la poesía, el eco de la música, el éxtasis beatífico que produce en el ánimo la contemplación de un cuadro bello, la suave melancolía que se adueña del espíritu después de estos contactos sobrehumanos, son vestimentos místicos, y apacibles augurios de un tiempo que será todo claridad. ¡Ay, que esta luz de siglos le ha sido negada al pueblo de la América del Norte! EI tamaño es la única grandeza de esa tierra. ¡Qué mucho, sí nunca mayor nube de ambiciones cayó sobre mayor extensión de tierra virgen! Se acabarán las fuentes, se secarán los ríos, se cerrarán los mercados ¿qué quedará después al mundo de esa colosal grandeza pasajera? El ejemplo de la actividad, que si ha asombrado tanto a la tierra, aplicado a la tierra, debe salvarla y equipararla al cielo, cuando anime con igual empuje las naves veleras de las aguas, y las salvadoras realidades del espíritu.
La América del Norte desconoce ese placer de artista que es una especie de aristocracia celestial. Sólo las almas elevadas gustan toda la íntima belleza de ese mundo extramundano. La admiración universal alimenta el ara no apagada de la Grecia; pasó el pueblo, y quedó su reflejo; se prostituyó su nacionalidad, y la Grecia es aún madre perenne y admirable, no ha perdido sus formas, a pesar de haber amamantado tantos hijos. Inagotable es la fuente de sus senos, inmarchitable la verde palma que sobre ellos abandona con molicie; empapados están sus labios todavía de la sabrosa y eterna miel de Himeto.
Hoy ha dejado el puerto esa redonda nave en que vinimos, vulgar, cómoda, apática: sin gallardía en sus velas, sin elegancia en su atrevimiento, sin atrevimiento siquiera! Al fin la nave sueca imita en forma y marcha el regio andar del cisne; la gran nave de Hamburgo, fresca y gruesa, retrata en sus anchuras la franca cordialidad de sus armadores; la audaz proa británica vuela airosa, velera enamorada de la mar, y murmura la góndola en Venecia las historias de amor de sus canales.
*Estos apuntes de Martí parecen referirse a sus viajes a México en 1875 y 1877
Tomado de O.C., T. 19, pp. 15-17
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