Artículo de Gustavo Pita Céspedes (1)
Publicado en la Revista Contracorriente, 1996
Para abordar el tema de la filosofía en la revista Orígenes es indispensable rozar problemas tales como la naturaleza específica de la filosofía, la especificidad del pensamiento filosófico cubano, la evolución de la cultura cubana y sus símbolos o misterios más hondos. Porque si de hablar de los méritos de ese grupo se trata hay que subrayar de inmediato que uno de los principales es precisamente el de haber conquistado para nuestra alma colectiva ese estrato de los símbolos o enigmas que —a veces como traumas, a veces como revelaciones históricas— tenemos que interpretar en el proceso de nuestro autoconocimiento como pueblo. Para nuestro pensamiento filosófico nacional no ha sido habitual explorar ese mundo de nuestros arquetipos que ha quedado sin embargo atrapado en la obra de los poetas filósofos de Orígenes, desde cuyas páginas nos sigue atrayendo, fascinando e intrigando no ya como sombra, sino como nebuloso resplandor.
Y es que, realmente, existe esa profunda dimensión del alma nacional, que uno sin ser religioso se siente tentado a llamar mística, y que es la patria real del Hombre cubano, del cubano Hombre, el espacio auténtico en el que el Hombre «acontece›› en nuestra cultura para convertirla en un hecho irreversible merced al cual el Hombre ya no puede volver a ser en nuestra historia fantasía o mito y es reto viviente, noticia escandalizadora, espejo intranquilizador.
La existencia de esa dimensión es testimonio de la capacidad «antropopoiética›› de un pueblo cuando es crisol en que cristaliza el Hombre. Y esa cristalización solo ocurre en el campo de tensión que generan los «símbolos›› como insólitos espacios de proeza en los que lo infinito existe —o pugna por existir— en lo finito. De modo que los símbolos marcan las posibilidades de una cultura, su fertilidad humana y también el alcance de su filosofía; porque en esencia la filosofía de un pueblo descubre, contempla .y explora constantemente esos símbolos y es un cuestionamiento progresivo de los mismos. Sin los símbolos la filosofía no puede balbucear siquiera su primera palabra. De ellos toma sus más hondas intuiciones y sin ellos resulta hueca, descolorida, poco convincente, palabra muerta desenterrada de las bibliotecas. Es que los símbolos son un estrato del Ser, no del arte, de la ilusión o la fantasía. Se hace filosofía cuando se cae en el campo de la tensión que generan los símbolos, cuando se vive con ellos, en ellos o a través de ellos, pero nunca cuando se esta fuera del alcance de su influencia ontológica.
Solo cuando los símbolos trasmiten su "carga" al espacio vital del hombre, su vida se "electriza" de filosofía y el hombre "polarizado" por esa carga crece filósofo más que por educación, por inducción. De modo que una filosofía cuando es auténtica lleva dentro de sí sus símbolos, sus experiencias del Ser.
En Orígenes encontramos dos filosofías. Una que sigue la inercia de una forma de conciencia devenida profesión y otra que es en sí impulso y origen, lozano renacer del alma ante enigmas siempre frescos. La primera usa un lenguaje que la distingue de inmediato como "filosofía" y no es obligatoriamente de producción nacional. A pesar de la profundidad de sus términos y la celebridad de los nombres, conforma el estrato más externo de la filosofía en la obra. ese estrato cuyo sentido se pierde si no lo valida otro más profundo. En la segunda, que proporciona ese sostén y es esencialmente poesía, se siente el alma buscando un lenguaje para sus cuestionamientos. Si no se reconoce su esencia filosófica es porque no hereda ni temas ni lenguaje, pero en ella vive ya la premisa de toda filosofía que es la existencia del «alma» en su propia dimensión, la cristalización de un nuevo «topos» - que pudiéramos denominar lo «interior», campo «sustraído» del espacio habitual con sus contraposiciones de lo interno y lo externo, escenario de «la experiencia», que es, además, el alma misma. (Porque si bien el alma inmadura es aun como un niño agazapado en su armario que disfruta su oscuridad desde la rendija, el alma acaecida, el alma-hecho, la experiencia, es un eterno extrañarse de la chata intimidad con sus rendijas y abrirse al campo. Entonces ni se vive, ni se muere, ni se es inmortal para sí y la propia idea de "Mi" inmortalidad deviene un contrasentido. Ni el vivir, ni el morir, ni el ser inmortal importan ya como vivencias del armario, pues vida, muerte e inmortalidad para los otros es el alma. Y acaso como en los árboles extáticos, hay vida en el recuerdo...)
En ese vibrante campo de la experiencia nace la filosofía bañada de poesía. Así en Orígenes la poética es el núcleo, el centro ardiente, enceguecedor, pero vivo. Mas el núcleo del núcleo, la singularidad, la magia del vacío está en el acto de creación y en la necesidad de la entrega, primerísimo testimonio del alma. Quiere decir que la filosofía de Orígenes está ya latente en la nada de Orígenes o en su intención primera que nuevamente nos retrotrae al ebullente campo donde lo filosófico no es aún filosofía, ni poesía, sino experiencia. Tal es la triestratificación de la filosofía de la revista que es a su vez un modelo de la triestrairificación del pensamiento filosófico nacional en la época.
Para comprender el sentido de la filosofía en Orígenes es imprescindible comprender la especificidad del período de la historia de la cultura cubana en que aquella se gesta.
La cultura, desde determinado punto de vista y en determinada etapa de su conocimiento, puede ser definida como "el contenido humano de la historia"(2). Es la historia concebida ante todo como el proceso de formación del hombre cual sujeto libre, es decir, la historia vista desde el ángulo en que el hombre no es instrumento o medio del devenir histórico, sino su fuente original y su fin último. Es la historia del hombre entendido incluso en un sentido muy concreto, como individuo, pero es la historia del individuo en la medida en que éste deja de ser individualidad ensimismada, existente a través de sí misma, y, de la misma manera, es la historia de la sociedad, pero sólo dentro de los marcos en que ésta no es éter difuso en el que la silueta peculiar del individuo se borra, disuelta en un colosal maremagnum de interacciones anónimas. Es la historia de la sociedad en las fronteras de la comunidad, de la sociedad como individualidad sui generis, como pueblo. De tal suerte que las fronteras de la cultura son definidas por el ámbito de un modo específico de comunicación o trato que aparece en un momento determinado del devenir histórico.
Para comprender la especificidad y el sentido del pensamiento filosófico cubano es entonces fundamental estudiar la historia de Cuba desde la perspectiva de su evolución como pueblo, o lo que es lo mismo, estudiarla desde el punto de vista de como evolucionan en ella a lo largo de los siglos las formas de comunidad y comunicación. Porque la filosofía en su funcionamiento real sólo puede surgir cuando la conciencia del individuo adquiere determinada amplitud sin que se despersonalice y la personalidad alcanza el rango de microcosmos. La forma de conciencia de ese microcosmos es la filosofía, pues la inquietud filosófica sólo existe cuando se tiene ese «horizonte», esa línea entre mundos, a la vez cercana y distante, nítida y borrosa, familiar y misteriosa en que la recta se hace curva, la tierra toma como prolongación el cielo y lo real deviene posible.
Siempre se ha dicho que la filosofía se ocupa de problemas universales, y es cierto, pero es importante precisar que en su existencia real la filosofía es «conciencia real» que se gesta en las entrañas mismas de la vida, es espíritu que circula entre las mentes y se oxigena y concentra en sí una preocupación por colectiva, universal. La filosofía se ocupa, pues, de lo universal, pero recuperado en el mundo humano, de lo universal más que reflejado, «focalizado» en ese microcosmos que es su imagen y semejanza, de lo contrario es contenido sin forma, frío espíritu sin carne, sombra condenada a vagar en casa deshabitada. Pero esa recuperación concreta de lo universal en lo humano no es un simple episodio intelectual, sino que se da además como hecho histórico y es «fenómeno particular» cuando no singular. Es algo que «acaece» y trastorna y puede ser leído en los "signos de los tiempos". Su aparición "carga" el campo de la historia y crea un foco de tensión cuya manifestación ética es un comprometimiento que puede llegar a convertirse en compromiso.
Mas, la inquietud por lo universal sólo puede despertarla en el hombre el Hombre, y el Hombre nace y existe en el pueblo. Porque bien miradas las cosas, el Hombre sólo puede nacer en cierto espacio bien definido de comunicación, con su horizonte, en ese espacio de comunicación que hoy en día siguiendo a los antiguos tiende cada vez más a definirse como ágora y que es la extensión donde la conciencia vive y fluye y se une el pueblo. El hombre no es más que la condensación de ese continuum en un punto específico del espacio-tiempo. La inquietud por lo universal surge cuando el Hombre enciende en el hombre el sentimiento de su infinitud interior. Y al asomarse a ese abismo interno, a ese océano interior, el hombre siente euforia, vértigo o pavor. Pero ese sublime panorama sólo se divisa desde el ágora.
En toda cultura, desde su nacimiento, encontramos dos dimensiones igualmente humanas que son, podemos decir, dos dimensiones ontológicas del hombre, dos planos en los que transcurre su existencia: el de lo inmediato y el de lo mediato. Toda cultura, por ser cultura, o sea segunda naturaleza, incluye desde sus orígenes obligatoriamente la dimensión de lo mediato que de otra manera pudiera llamarse de lo "trascendente". Pero en los estadios iniciales de su desarrollo, esa dimensión está aún demasiado involucrada en lo inmediato por su contenido, aun cuando parezca ser auténtica por su forma. (Si se trata, por ejemplo, de manifestaciones religiosas, la preocupación básica de éstas es la seguridad personal, la prosperidad económica, el confort y la tranquilidad familiar, aunque su forma sea estrictamente religiosa y, en un sentido más amplio, espiritual). La cultura misma es en ese estadio, cultura, no por su contenido, sino por su forma. Una cultura deviene, por primera vez tal en el sentido propio de la palabra, cuando esa dimensión humana que antes llamábamos de lo mediato o lo trascendente, deja de ser forma de otro contenido ajeno y deja de ser con ello un medio para otra cosa. En culturas como la rusa, la cristalización irreversible de esa dimensión se evidencia con toda claridad en imágenes artísticas como, por ejemplo, la del Icaro ruso de la película Andrei Rubliov de Tarkovski. Ese Icaro, que es un símbolo universal del Hombre que busca su auténtica dimensión en la que la humanidad no es más una mera variante de la animalidad; ese Hombre que se esfuerza por romper la gravedad del intervalo que lo separa de una nueva e insospechada perspectiva, es al mismo tiempo que el Icaro universal, un Icaro ruso, auténticamente ruso. Pero esta imagen artística, aun en toda su fuerza y expresividad, es sólo un indicio, una señal de la maduración de una cultura que ha devenido tal, y por lo tanto, de la realización en algún momento y lugar de la historia rusa, del misterio que implica el nacimiento del Hombre. Lo que quiere decir que antes que en la imagen artística —tan universal, pero a la vez, tan concreta, tan concreta que necesita de una impresión vívida y próxima, si es que no directa— esas señales aparecen en un Hombre o grupo de Hombres cuyo vivir revela las posibilidades de un pueblo y despierta por primera vez en la mayoría las más hondas inquietudes y cuestionamientos hasta tal punto que ya jamás nadie puede volver a vivir o a ser como antes. Y es entonces, por cierto, que surgen por primera vez y con un sentido muy humano, «el antes, el ahora y el después», es decir, el tiempo de una cultura, su eje temporal, una clara tendencia con «de dónde», «dónde» y «hacia dónde», sin la que una cultura jamás puede tener una existencia real.
La historia de una cultura, las fases de su desarrollo, suelen definirse siguiendo diversos criterios. Como es usual e inevitable confundir cultura y sociedad, está muy difundida la práctica de tomar los criterios de desarrollo de una sociedad como criterios de desarrollo de una cultura y ello es válido solo hasta cierto punto. Sin embargo, si siguiendo la definición de V. M. Mezhuev, por cultura entendemos el contenido humano de la historia, el criterio básico para definir el desarrollo de una cultura y sus fases dimana de la pregunta:
¿En qué momento propiamente es que surge en ese contexto dado el Hombre, y por cierto, en el sentido más universal, y por tanto, más singular y concreto, «individual» e incluso «personal» de la palabra? El Hombre como ser real, con un cuerpo espacio-temporalmente definido y perfectamente visible, audible y tangible, y al mismo tiempo, el Hombre como misterio impenetrable, intangible, inabarcable...
Ese acontecimiento histórico es como un humano Big Bang a partir del cual todo en una cultura, aun cuando desde antes hubiera tenido un significado, adquiere por primera vez un sentido, y es a partir de ese hecho, de ese fenómeno (o epifanía), que en el estrato más hondo de todas las manifestaciones de la cultura espiritual, en la moral, el arte, la religión y la filosofía, surge la pregunta, en la mayoría de los casos inconsciente, pero por primera vez cargada de pleno sentido, que la anima: ¿Cómo fue posible que un Hombre así surgiera o cómo pudo nacer un buen Hombre de entre el mal? (formulación moral); ¿Más allá de lo real, qué es lo posible? (formulación artística); ¿Cómo es posible que el Verbo se haga carne? (formulación religiosa) y ¿Cómo puede existir lo universal en lo singular, lo infinito en lo finito? (formulación filosófica). Y en lo más profundo del ser del moralista, del artista, del religioso, del filósofo y demás hombres sensibles se despierta una inquietud ontológica, una duda existencial que experimentan incluso físicamente como una pérdida de equilibrio, una alteración o descentramiento, lo que de hecho no es más que un síntoma de haber intuido en el Hombre la dimensión de lo posible. El fundamento del cuestionamiento intelectual es entonces una experiencia, la experiencia de la posibilidad, sin la que ningún ser con figura humana puede devenir Hombre.
Si se quiere entender el sentido de la filosofía en Orígenes, el mensaje e incluso el lugar que ocupa esa obra como un todo en la historia de la cultura cubana, es indispensable, creo, tomar en cuenta esa dimensión que para la época en que nace Orígenes ya ha acaecido en nuestra cultura. Sobre todo hay que hacerlo cuando se trata de entender ese profundo estrato de su faceta filosófica que en forma de poesía es savia vivificante que circula en el alma del pueblo siendo a su vez conciencia viva, y sin el cual resulta incomprensible el otro estrato, más externo y profesional que se autoevidencia como filosofía. Porque en lo más profundo de la revista Orígenes, en su inconsciente poético y poiético, respira la «experiencia de Martí», alma grande de Cuba, gran misterio de nuestra cultura, enigma que ha magnetizado nuestro ámbito histórico, creado el más y el menos y con ello un sentido; la experiencia de lo posible —y lo imposible— en lo real, del sentido de la vida, la muerte y la inmortalidad: experiencia del ser del Hombre que sin Martí sería para los cubanos mero misticismo, parábola lúcida de buen libro viejo, sutil mercancía, ilusión o pasatiempo.
Ese misterio de Martí ha ido desentrañándose gradualmente, en diversas etapas, en un proceso que ha coincidido con el desarrollo de nuestra autoconciencia cubana. Cada generación ha ido develando facetas del gran enigma, y buscando comprender a Martí, ha buscado de hecho comprenderse a sí misma. Pero hay algo aún más esencial —y en esto está quizá el secreto de la «cubanidad», porque Martí es el "cordón de plata" que nos mantiene cubanos en la distancia— incluso lo que cada generación ha alcanzado a interpretar apenas como un proceso de autocomprensión, ha sido de hecho un proceso de comprensión de Martí.
En etapas tempranas de nuestra evolución nacional, el objeto principal de esa búsqueda fue "la vida del Maestro", su quehacer como sujeto empírico, como hombre de su suelo y de su tiempo.
La etapa en la que floreció la revista Orígenes fue un período en el que nuestra cultura espiritual ya había madurado lo suficiente como para tratar de entender el profundo sentido de la "muerte del Maestro" e intentar, desde esa perspectiva, una nueva interpretación de su vida. El tema mismo de la «muerte» podía ser asumido ya en su sentido particular: no era la muerte del ser humano universal-abstracto, ni la de un cuerpo concreto en su individual animalidad, era «la muerte de un Hombre», la muerte de Martí, la premisa o trasfondo de la reflexión. Por primera vez, esa sustancial realidad humana podía ser abordada a fondo con un sentido realista y constructivo, lejos de todo temor, lamento o morbosidad.
La generación actual, tras la huella de un nuevo tipo de hombre, retoma el misterio del nacimiento del Maestro, ese enigma de la nada vuelta semilla, y ensaya una nueva visión de su quehacer.
En los poetas de Orígenes encontramos pues, por primera vez, esa profunda penetración en el Ser del Hombre que sólo alumbra una experiencia. Ella revela el arquetipo comprometedor que hace imposible el autoengaño y enciende, como quemante espejo, la conciencia. De esa experiencia del Ecce Homo nace el Hombre. Y en Cuba el Ecce Homo, el «Hombre acontecido» fue Martí.
Y es que, realmente, existe esa profunda dimensión del alma nacional, que uno sin ser religioso se siente tentado a llamar mística, y que es la patria real del Hombre cubano, del cubano Hombre, el espacio auténtico en el que el Hombre «acontece›› en nuestra cultura para convertirla en un hecho irreversible merced al cual el Hombre ya no puede volver a ser en nuestra historia fantasía o mito y es reto viviente, noticia escandalizadora, espejo intranquilizador.
La existencia de esa dimensión es testimonio de la capacidad «antropopoiética›› de un pueblo cuando es crisol en que cristaliza el Hombre. Y esa cristalización solo ocurre en el campo de tensión que generan los «símbolos›› como insólitos espacios de proeza en los que lo infinito existe —o pugna por existir— en lo finito. De modo que los símbolos marcan las posibilidades de una cultura, su fertilidad humana y también el alcance de su filosofía; porque en esencia la filosofía de un pueblo descubre, contempla .y explora constantemente esos símbolos y es un cuestionamiento progresivo de los mismos. Sin los símbolos la filosofía no puede balbucear siquiera su primera palabra. De ellos toma sus más hondas intuiciones y sin ellos resulta hueca, descolorida, poco convincente, palabra muerta desenterrada de las bibliotecas. Es que los símbolos son un estrato del Ser, no del arte, de la ilusión o la fantasía. Se hace filosofía cuando se cae en el campo de la tensión que generan los símbolos, cuando se vive con ellos, en ellos o a través de ellos, pero nunca cuando se esta fuera del alcance de su influencia ontológica.
Solo cuando los símbolos trasmiten su "carga" al espacio vital del hombre, su vida se "electriza" de filosofía y el hombre "polarizado" por esa carga crece filósofo más que por educación, por inducción. De modo que una filosofía cuando es auténtica lleva dentro de sí sus símbolos, sus experiencias del Ser.
En Orígenes encontramos dos filosofías. Una que sigue la inercia de una forma de conciencia devenida profesión y otra que es en sí impulso y origen, lozano renacer del alma ante enigmas siempre frescos. La primera usa un lenguaje que la distingue de inmediato como "filosofía" y no es obligatoriamente de producción nacional. A pesar de la profundidad de sus términos y la celebridad de los nombres, conforma el estrato más externo de la filosofía en la obra. ese estrato cuyo sentido se pierde si no lo valida otro más profundo. En la segunda, que proporciona ese sostén y es esencialmente poesía, se siente el alma buscando un lenguaje para sus cuestionamientos. Si no se reconoce su esencia filosófica es porque no hereda ni temas ni lenguaje, pero en ella vive ya la premisa de toda filosofía que es la existencia del «alma» en su propia dimensión, la cristalización de un nuevo «topos» - que pudiéramos denominar lo «interior», campo «sustraído» del espacio habitual con sus contraposiciones de lo interno y lo externo, escenario de «la experiencia», que es, además, el alma misma. (Porque si bien el alma inmadura es aun como un niño agazapado en su armario que disfruta su oscuridad desde la rendija, el alma acaecida, el alma-hecho, la experiencia, es un eterno extrañarse de la chata intimidad con sus rendijas y abrirse al campo. Entonces ni se vive, ni se muere, ni se es inmortal para sí y la propia idea de "Mi" inmortalidad deviene un contrasentido. Ni el vivir, ni el morir, ni el ser inmortal importan ya como vivencias del armario, pues vida, muerte e inmortalidad para los otros es el alma. Y acaso como en los árboles extáticos, hay vida en el recuerdo...)
En ese vibrante campo de la experiencia nace la filosofía bañada de poesía. Así en Orígenes la poética es el núcleo, el centro ardiente, enceguecedor, pero vivo. Mas el núcleo del núcleo, la singularidad, la magia del vacío está en el acto de creación y en la necesidad de la entrega, primerísimo testimonio del alma. Quiere decir que la filosofía de Orígenes está ya latente en la nada de Orígenes o en su intención primera que nuevamente nos retrotrae al ebullente campo donde lo filosófico no es aún filosofía, ni poesía, sino experiencia. Tal es la triestratificación de la filosofía de la revista que es a su vez un modelo de la triestrairificación del pensamiento filosófico nacional en la época.
Para comprender el sentido de la filosofía en Orígenes es imprescindible comprender la especificidad del período de la historia de la cultura cubana en que aquella se gesta.
La cultura, desde determinado punto de vista y en determinada etapa de su conocimiento, puede ser definida como "el contenido humano de la historia"(2). Es la historia concebida ante todo como el proceso de formación del hombre cual sujeto libre, es decir, la historia vista desde el ángulo en que el hombre no es instrumento o medio del devenir histórico, sino su fuente original y su fin último. Es la historia del hombre entendido incluso en un sentido muy concreto, como individuo, pero es la historia del individuo en la medida en que éste deja de ser individualidad ensimismada, existente a través de sí misma, y, de la misma manera, es la historia de la sociedad, pero sólo dentro de los marcos en que ésta no es éter difuso en el que la silueta peculiar del individuo se borra, disuelta en un colosal maremagnum de interacciones anónimas. Es la historia de la sociedad en las fronteras de la comunidad, de la sociedad como individualidad sui generis, como pueblo. De tal suerte que las fronteras de la cultura son definidas por el ámbito de un modo específico de comunicación o trato que aparece en un momento determinado del devenir histórico.
Para comprender la especificidad y el sentido del pensamiento filosófico cubano es entonces fundamental estudiar la historia de Cuba desde la perspectiva de su evolución como pueblo, o lo que es lo mismo, estudiarla desde el punto de vista de como evolucionan en ella a lo largo de los siglos las formas de comunidad y comunicación. Porque la filosofía en su funcionamiento real sólo puede surgir cuando la conciencia del individuo adquiere determinada amplitud sin que se despersonalice y la personalidad alcanza el rango de microcosmos. La forma de conciencia de ese microcosmos es la filosofía, pues la inquietud filosófica sólo existe cuando se tiene ese «horizonte», esa línea entre mundos, a la vez cercana y distante, nítida y borrosa, familiar y misteriosa en que la recta se hace curva, la tierra toma como prolongación el cielo y lo real deviene posible.
Siempre se ha dicho que la filosofía se ocupa de problemas universales, y es cierto, pero es importante precisar que en su existencia real la filosofía es «conciencia real» que se gesta en las entrañas mismas de la vida, es espíritu que circula entre las mentes y se oxigena y concentra en sí una preocupación por colectiva, universal. La filosofía se ocupa, pues, de lo universal, pero recuperado en el mundo humano, de lo universal más que reflejado, «focalizado» en ese microcosmos que es su imagen y semejanza, de lo contrario es contenido sin forma, frío espíritu sin carne, sombra condenada a vagar en casa deshabitada. Pero esa recuperación concreta de lo universal en lo humano no es un simple episodio intelectual, sino que se da además como hecho histórico y es «fenómeno particular» cuando no singular. Es algo que «acaece» y trastorna y puede ser leído en los "signos de los tiempos". Su aparición "carga" el campo de la historia y crea un foco de tensión cuya manifestación ética es un comprometimiento que puede llegar a convertirse en compromiso.
Mas, la inquietud por lo universal sólo puede despertarla en el hombre el Hombre, y el Hombre nace y existe en el pueblo. Porque bien miradas las cosas, el Hombre sólo puede nacer en cierto espacio bien definido de comunicación, con su horizonte, en ese espacio de comunicación que hoy en día siguiendo a los antiguos tiende cada vez más a definirse como ágora y que es la extensión donde la conciencia vive y fluye y se une el pueblo. El hombre no es más que la condensación de ese continuum en un punto específico del espacio-tiempo. La inquietud por lo universal surge cuando el Hombre enciende en el hombre el sentimiento de su infinitud interior. Y al asomarse a ese abismo interno, a ese océano interior, el hombre siente euforia, vértigo o pavor. Pero ese sublime panorama sólo se divisa desde el ágora.
En toda cultura, desde su nacimiento, encontramos dos dimensiones igualmente humanas que son, podemos decir, dos dimensiones ontológicas del hombre, dos planos en los que transcurre su existencia: el de lo inmediato y el de lo mediato. Toda cultura, por ser cultura, o sea segunda naturaleza, incluye desde sus orígenes obligatoriamente la dimensión de lo mediato que de otra manera pudiera llamarse de lo "trascendente". Pero en los estadios iniciales de su desarrollo, esa dimensión está aún demasiado involucrada en lo inmediato por su contenido, aun cuando parezca ser auténtica por su forma. (Si se trata, por ejemplo, de manifestaciones religiosas, la preocupación básica de éstas es la seguridad personal, la prosperidad económica, el confort y la tranquilidad familiar, aunque su forma sea estrictamente religiosa y, en un sentido más amplio, espiritual). La cultura misma es en ese estadio, cultura, no por su contenido, sino por su forma. Una cultura deviene, por primera vez tal en el sentido propio de la palabra, cuando esa dimensión humana que antes llamábamos de lo mediato o lo trascendente, deja de ser forma de otro contenido ajeno y deja de ser con ello un medio para otra cosa. En culturas como la rusa, la cristalización irreversible de esa dimensión se evidencia con toda claridad en imágenes artísticas como, por ejemplo, la del Icaro ruso de la película Andrei Rubliov de Tarkovski. Ese Icaro, que es un símbolo universal del Hombre que busca su auténtica dimensión en la que la humanidad no es más una mera variante de la animalidad; ese Hombre que se esfuerza por romper la gravedad del intervalo que lo separa de una nueva e insospechada perspectiva, es al mismo tiempo que el Icaro universal, un Icaro ruso, auténticamente ruso. Pero esta imagen artística, aun en toda su fuerza y expresividad, es sólo un indicio, una señal de la maduración de una cultura que ha devenido tal, y por lo tanto, de la realización en algún momento y lugar de la historia rusa, del misterio que implica el nacimiento del Hombre. Lo que quiere decir que antes que en la imagen artística —tan universal, pero a la vez, tan concreta, tan concreta que necesita de una impresión vívida y próxima, si es que no directa— esas señales aparecen en un Hombre o grupo de Hombres cuyo vivir revela las posibilidades de un pueblo y despierta por primera vez en la mayoría las más hondas inquietudes y cuestionamientos hasta tal punto que ya jamás nadie puede volver a vivir o a ser como antes. Y es entonces, por cierto, que surgen por primera vez y con un sentido muy humano, «el antes, el ahora y el después», es decir, el tiempo de una cultura, su eje temporal, una clara tendencia con «de dónde», «dónde» y «hacia dónde», sin la que una cultura jamás puede tener una existencia real.
La historia de una cultura, las fases de su desarrollo, suelen definirse siguiendo diversos criterios. Como es usual e inevitable confundir cultura y sociedad, está muy difundida la práctica de tomar los criterios de desarrollo de una sociedad como criterios de desarrollo de una cultura y ello es válido solo hasta cierto punto. Sin embargo, si siguiendo la definición de V. M. Mezhuev, por cultura entendemos el contenido humano de la historia, el criterio básico para definir el desarrollo de una cultura y sus fases dimana de la pregunta:
¿En qué momento propiamente es que surge en ese contexto dado el Hombre, y por cierto, en el sentido más universal, y por tanto, más singular y concreto, «individual» e incluso «personal» de la palabra? El Hombre como ser real, con un cuerpo espacio-temporalmente definido y perfectamente visible, audible y tangible, y al mismo tiempo, el Hombre como misterio impenetrable, intangible, inabarcable...
Ese acontecimiento histórico es como un humano Big Bang a partir del cual todo en una cultura, aun cuando desde antes hubiera tenido un significado, adquiere por primera vez un sentido, y es a partir de ese hecho, de ese fenómeno (o epifanía), que en el estrato más hondo de todas las manifestaciones de la cultura espiritual, en la moral, el arte, la religión y la filosofía, surge la pregunta, en la mayoría de los casos inconsciente, pero por primera vez cargada de pleno sentido, que la anima: ¿Cómo fue posible que un Hombre así surgiera o cómo pudo nacer un buen Hombre de entre el mal? (formulación moral); ¿Más allá de lo real, qué es lo posible? (formulación artística); ¿Cómo es posible que el Verbo se haga carne? (formulación religiosa) y ¿Cómo puede existir lo universal en lo singular, lo infinito en lo finito? (formulación filosófica). Y en lo más profundo del ser del moralista, del artista, del religioso, del filósofo y demás hombres sensibles se despierta una inquietud ontológica, una duda existencial que experimentan incluso físicamente como una pérdida de equilibrio, una alteración o descentramiento, lo que de hecho no es más que un síntoma de haber intuido en el Hombre la dimensión de lo posible. El fundamento del cuestionamiento intelectual es entonces una experiencia, la experiencia de la posibilidad, sin la que ningún ser con figura humana puede devenir Hombre.
Si se quiere entender el sentido de la filosofía en Orígenes, el mensaje e incluso el lugar que ocupa esa obra como un todo en la historia de la cultura cubana, es indispensable, creo, tomar en cuenta esa dimensión que para la época en que nace Orígenes ya ha acaecido en nuestra cultura. Sobre todo hay que hacerlo cuando se trata de entender ese profundo estrato de su faceta filosófica que en forma de poesía es savia vivificante que circula en el alma del pueblo siendo a su vez conciencia viva, y sin el cual resulta incomprensible el otro estrato, más externo y profesional que se autoevidencia como filosofía. Porque en lo más profundo de la revista Orígenes, en su inconsciente poético y poiético, respira la «experiencia de Martí», alma grande de Cuba, gran misterio de nuestra cultura, enigma que ha magnetizado nuestro ámbito histórico, creado el más y el menos y con ello un sentido; la experiencia de lo posible —y lo imposible— en lo real, del sentido de la vida, la muerte y la inmortalidad: experiencia del ser del Hombre que sin Martí sería para los cubanos mero misticismo, parábola lúcida de buen libro viejo, sutil mercancía, ilusión o pasatiempo.
Ese misterio de Martí ha ido desentrañándose gradualmente, en diversas etapas, en un proceso que ha coincidido con el desarrollo de nuestra autoconciencia cubana. Cada generación ha ido develando facetas del gran enigma, y buscando comprender a Martí, ha buscado de hecho comprenderse a sí misma. Pero hay algo aún más esencial —y en esto está quizá el secreto de la «cubanidad», porque Martí es el "cordón de plata" que nos mantiene cubanos en la distancia— incluso lo que cada generación ha alcanzado a interpretar apenas como un proceso de autocomprensión, ha sido de hecho un proceso de comprensión de Martí.
En etapas tempranas de nuestra evolución nacional, el objeto principal de esa búsqueda fue "la vida del Maestro", su quehacer como sujeto empírico, como hombre de su suelo y de su tiempo.
La etapa en la que floreció la revista Orígenes fue un período en el que nuestra cultura espiritual ya había madurado lo suficiente como para tratar de entender el profundo sentido de la "muerte del Maestro" e intentar, desde esa perspectiva, una nueva interpretación de su vida. El tema mismo de la «muerte» podía ser asumido ya en su sentido particular: no era la muerte del ser humano universal-abstracto, ni la de un cuerpo concreto en su individual animalidad, era «la muerte de un Hombre», la muerte de Martí, la premisa o trasfondo de la reflexión. Por primera vez, esa sustancial realidad humana podía ser abordada a fondo con un sentido realista y constructivo, lejos de todo temor, lamento o morbosidad.
La generación actual, tras la huella de un nuevo tipo de hombre, retoma el misterio del nacimiento del Maestro, ese enigma de la nada vuelta semilla, y ensaya una nueva visión de su quehacer.
En los poetas de Orígenes encontramos pues, por primera vez, esa profunda penetración en el Ser del Hombre que sólo alumbra una experiencia. Ella revela el arquetipo comprometedor que hace imposible el autoengaño y enciende, como quemante espejo, la conciencia. De esa experiencia del Ecce Homo nace el Hombre. Y en Cuba el Ecce Homo, el «Hombre acontecido» fue Martí.
(Kioto, 1993)
Bibliografía:
Revista Orígenes
Kagan, M. S. El mundo de la interacción comunicativa.
Kitaro, Nishida Ensayo sobre el bien. (Zen-no-kenkyu)
Mamardashvili, M. K. Otro cielo. (Entrevista concedida a la revista rusa América Latina).
Mezhuev, V. M. La cultura y la historia.
Nishitani. Keiji. El punto de vista del Zen. (Zen-no-tachiba)
Filosofía de la religión. (Shukyotetsugaku)
Notas:
(1) En la elaboración y discusión de las ideas de este escrito han participado mis amigos Iván González Cruz, Wilfredo Domínguez, Emilio Ichikawa, Said de la Cruz y Royds Fuentes Imbert, quienes en ese sentido, pueden considerarse coautores.
(2) Véase: Mezhuev, V. M. La cultura y la historia.
(2) Véase: Mezhuev, V. M. La cultura y la historia.
Publicado en: Revista Contracorriente •Año 2 • No, 3 • 1996
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