Crónica publicada en La Opinión Nacional. Caracas, 19 de mayo de 1882.
Tiembla a veces la pluma, como sacerdote capaz de pecado que se cree indigno de cumplir su ministerio. El espíritu agitado vuela a lo alto. Alas quiere que lo encumbren, no pluma que lo taje y moldee como cincel. Escribir es un dolor, es un rebajamiento; es como uncir cóndor a un carro. Y es que cuando un hombre grandioso desaparece de la tierra deja tras de sí claridad pura, y apetito de paz, y odio de ruidos. Templo semeja el Universo. Profanación el comercio de la ciudad, el tumulto de la vida, el bullicio de los hombres. Se siente como perder de pies y nacer de alas. Se vive como a la luz de una estrella, y como sentado en llano de flores blancas. Una lumbre pálida y fresca llena la silenciosa inmensa atmósfera. Todo es cúspide, y nosotros sobre ella. Está la tierra a nuestros pies, como mundo lejano y ya vivido, envuelto en sombras. Y esos carros que ruedan, y esos mercaderes que vocean, y esas altas chimeneas que echan al aire silbos poderosos, y ese cruzar, caracolear, disputar, vivir de hombres, nos parecen en nuestro casto refugio regalado, los ruidos de un ejército bárbaro que invade nuestras cumbres, y pone el pie en sus faldas, y rasga airado la gran sombra, tras la que surge, como un campo de batalla colosal, donde guerreros de piedra llevan coraza y casco de oro y lanzas rojas, la ciudad tumultuosa, magna y resplandeciente. Emerson ha muerto; y se llenan de dulces lágrimas los ojos. No da dolor sino celos. No llena el pecho de angustia, sino de ternura. La muerte es una victoria, y cuando se ha vivido bien el féretro es un carro de triunfo. El llanto es de placer, y no de duelo, porque ya cubren hojas de rosas las heridas que en las manos y en los pies hizo la vida al muerto. La muerte de un justo es una fiesta, en que la tierra toda se sienta a ver cómo se abre el cielo. Y brillan de esperanza los rostros de los hombres, y cargan en sus brazos haces de palmas, con que alfombran la tierra, y con las espadas de combate hacen en lo alto bóveda para que pase bajo ellas, cubierto de ramas de roble y viejo heno, el cuerpo del guerrero victorioso. Va a reposar, el que lo dio todo de sí, e hizo bien a los otros. Va a trabajar de nuevo el que hizo mal su trabajo en esta vida. ¡Y los guerreros jóvenes, luego de ver pasar con ojos celosos, al vencedor magno, cuyo cadáver tibio brilla con toda la grandeza del reposo, vuelven a la faena de los vivos, a merecer que para ellos tiendan palmas y hagan bóvedas!
¿Que quién fue ese que ha muerto? Pues lo sabe toda la tierra. Fue un hombre que se halló vivo, se sacudió de los hombros todos esos mantos y de los ojos todas esas vendas, que los tiempos pasados echan sobre los hombres, y vivió faz a faz con la naturaleza, como si toda la tierra fuese su hogar; y el sol su propio sol, y él patriarca. Fue uno de aquellos a quienes la naturaleza se revela, y se abre, y extiende los múltiples brazos, como para cubrir con ellos el cuerpo todo de su hijo. Fue de aquellos a quienes es dada la ciencia suma, la calma suma, el goce sumo. Toda la naturaleza palpitaba ante él, como una desposada. Vivió feliz porque puso sus amores fuera de la tierra. Fue su vida entera el amanecer de una noche de bodas. ¡Qué deliquios, los de su alma! ¡Qué visiones, las de sus ojos! ¡Qué tablas de leyes, sus libros! Sus versos, ¡qué vuelos de ángeles! Era de niño, tímido y delgado, y parecía a los que le miraban, águila joven, pino joven. Y luego fue sereno, amable y radiante, y los niños y los hombres se detenían a verle pasar. Era su paso firme, de aquel que sabe adonde ha de ir; su cuerpo alto y endeble, como esos árboles cuya copa mecen aires puros. El rostro era enjuto, cual de hombre hecho a abstraerse y a ansiar salir de sí. Ladera
de montaña parecía su frente. Su nariz era como la de las aves que vuelan por cumbres. Y sus ojos, cautivadores, como de aquel que está lleno de amor, y tranquilos, como de aquel que ha visto lo que no se ve. No era posible verle sin desear besar su frente. Para Carlyle, el gran filósofo inglés, que se revolvió contra la tierra con brillo y fuerza de Satán, fue la visita de Emerson «una visión celeste». Para Whitman, que ha hallado en la naturaleza una nueva poesía, mirarle era «pasar hora bendita». Para Estedman, crítico bueno, «había en el pueblo del sabio una luz blanca». A Alcott, noble anciano juvenil, que piensa y canta, parece «un infortunio no haberle conocido». Se venía de verle como de ver un monumento vivo o un ser sumo. Hay de esos hombres montañosos, que dejan ante sí y detrás de sí, llana la tierra. Él no era familiar, pero era tierno, porque era la suya imperial familia cuyos miembros habían de ser todos emperadores. Amaba a sus amigoscomo a amadas: para él la amistad tenía algo de la solemnidad del crepúsculo en el bosque. El amor es superior a la amistad en que crea hijos. La amistad es superior al amor en que no crea deseos, ni la fatiga de haberlos satisfecho, ni el dolor de abandonar el templo de los deseos saciados por el de los deseos nuevos. Cerca de él, había encanto. Se oía su voz, como la de un mensajero de lo futuro, que hablase de entre nube luminosa. Parecía que un impalpable lazo, hecho de luz de luna, ataba a los hombres que acudían en junto a oírle. Iban a verle los sabios, y salían de verle como regocijados, y como reconvenidos. Los jóvenes andaban luengas leguas a pie por verle, y él recibía sonriendo a los trémulos peregrinos, y les hacía sentar en torno a su recia mesa de caoba, llena de grandes libros, y les servía de pie como un siervo, buen jerez viejo. ¡Y le acusan, de entre los que lo leen y no lo entienden, de poco tierno, porque hecho al permanente comercio con lo grandioso, veía pequeño lo suyo personal, y cosa de accidente, y ni de esencia, que no merece ser narrada! ¡Frinés de la pena son esos poetillos jeremíacos! ¡Al hombre ha de decirse lo que es digno del hombre, y capaz de exaltarlo! ¡Es tarea de hormigas andar contando en rimas desmayadas dolorcillos propios! El dolor ha de ser pudoroso.
Su mente era sacerdotal; su ternura, angélica; su cólera, sagrada. Cuando vio hombres esclavos, y pensó en ellos, habló de modo que pareció que sobre las faldas de un nuevo monte bíblico se rompían de nuevo en pedazos las Tablas de la Ley. Era moisíaco su enojo. Y se sacudía así las pequeñeces de la mente vulgar, como se sacude un león, tábanos. Discutir para él era robar tiempo al descubrimiento de la verdad. Como decía lo que veía, le irritaba que pusiesen en duda lo que decía. No era cólera de vanidad, sino de sinceridad. ¿Cómo había de ser culpa suya que los demás no poseyesen aquella luz esclarecedora de sus ojos? ¿No ha de negar la oruga que el águila vuela? Desdeñaba la argucia, y como para él lo extraordinario era lo común, se asombraba de la necesidad de demostrar a los hombres lo extraordinario. Si no le entendían, se encogía de hombros: la naturaleza se lo había dicho: él era un sacerdote de la naturaleza. Él no fingía revelaciones; él no construía mundos mentales; él no ponía voluntad ni esfuerzo de su mente en lo que en prosa o en verso escribía. Toda su prosa es verso. Y su verso y su prosa, son como ecos. Él veía detrás de sí al Espíritu creador que a través de él hablaba a la naturaleza. Él se veía como pupila transparente que lo veía todo, lo reflejaba todo, y sólo era pupila. Parece lo que escribe trozos de luz quebrada que daban en él, y bañaban su alma, y la embriagaban de la embriaguez que da la luz, y salían de él. ¿Qué habían de parecerle esas mentecillas vanidosas que andan montadas sobre convenciones, como sobre zancos? ¿Ni esos hombres indignos, que tienen ojos y no quieren ver? ¿Ni esos perezosos u hombres de rebaño, que no usan de sus ojos, y ven por los de otro? ¿Ni esos seres de barro, que andan por la tierra amoldados por sastres, y zapateros, y sombrereros, y esmaltados por joyeros, y dotados de sentidos y de habla, y de no más que esto? ¿Ni esos pomposos fraseadores, que no saben que cada pensamiento es un dolor de la mente, y lumbre que se enciende con olio de la propia vida, y cúspide de monte?
Jamás se vio hombre alguno más libre de la presión de los hombres, y de la de su época. Ni el porvenir le hizo temblar, ni le cegó al pasarlo. La luz que trajo en sí le sacó en salvo de este viaje por las ruinas, que es la vida. Él no conoció límites ni trabas. Ni fue hombre de su pueblo, porque lo fue del pueblo humano. Vio la tierra, la halló inconforme a sí, sintió el dolor de responder las preguntas que los hombres no hacen, y se plegó en sí. Fue tierno para los hombres, y fiel a sí propio. Le educaron para que enseñara un credo, y entregó a los crédulos su levita de pastor, porque sintió que llevaba sobre los hombros el manto augusto de la naturaleza. No obedeció a ningún sistema, lo que le parecía acto de ciego y de siervo; ni creó ninguno, lo que le parecía acto de mente flaca, baja y envidiosa. Se sumergió en la naturaleza, y surgió de ella radiante. Se sintió hombre, y Dios, por serlo. Dijo lo que vio, y donde no pudo ver, no dijo. Reveló lo que percibió, y
veneró lo que no podía percibir. Miró con ojos propios en el Universo, y habló un lenguaje propio. Fue creador, por no querer serlo. Sintió gozos divinos, y vivió en comercios deleitosos y celestiales. Conoció la dulzura inefable del éxtasis. Ni alquiló su mente, ni su lengua, ni su conciencia. De él, como de un astro, surgía luz. En él fue enteramente digno el ser humano.
de montaña parecía su frente. Su nariz era como la de las aves que vuelan por cumbres. Y sus ojos, cautivadores, como de aquel que está lleno de amor, y tranquilos, como de aquel que ha visto lo que no se ve. No era posible verle sin desear besar su frente. Para Carlyle, el gran filósofo inglés, que se revolvió contra la tierra con brillo y fuerza de Satán, fue la visita de Emerson «una visión celeste». Para Whitman, que ha hallado en la naturaleza una nueva poesía, mirarle era «pasar hora bendita». Para Estedman, crítico bueno, «había en el pueblo del sabio una luz blanca». A Alcott, noble anciano juvenil, que piensa y canta, parece «un infortunio no haberle conocido». Se venía de verle como de ver un monumento vivo o un ser sumo. Hay de esos hombres montañosos, que dejan ante sí y detrás de sí, llana la tierra. Él no era familiar, pero era tierno, porque era la suya imperial familia cuyos miembros habían de ser todos emperadores. Amaba a sus amigoscomo a amadas: para él la amistad tenía algo de la solemnidad del crepúsculo en el bosque. El amor es superior a la amistad en que crea hijos. La amistad es superior al amor en que no crea deseos, ni la fatiga de haberlos satisfecho, ni el dolor de abandonar el templo de los deseos saciados por el de los deseos nuevos. Cerca de él, había encanto. Se oía su voz, como la de un mensajero de lo futuro, que hablase de entre nube luminosa. Parecía que un impalpable lazo, hecho de luz de luna, ataba a los hombres que acudían en junto a oírle. Iban a verle los sabios, y salían de verle como regocijados, y como reconvenidos. Los jóvenes andaban luengas leguas a pie por verle, y él recibía sonriendo a los trémulos peregrinos, y les hacía sentar en torno a su recia mesa de caoba, llena de grandes libros, y les servía de pie como un siervo, buen jerez viejo. ¡Y le acusan, de entre los que lo leen y no lo entienden, de poco tierno, porque hecho al permanente comercio con lo grandioso, veía pequeño lo suyo personal, y cosa de accidente, y ni de esencia, que no merece ser narrada! ¡Frinés de la pena son esos poetillos jeremíacos! ¡Al hombre ha de decirse lo que es digno del hombre, y capaz de exaltarlo! ¡Es tarea de hormigas andar contando en rimas desmayadas dolorcillos propios! El dolor ha de ser pudoroso.
Su mente era sacerdotal; su ternura, angélica; su cólera, sagrada. Cuando vio hombres esclavos, y pensó en ellos, habló de modo que pareció que sobre las faldas de un nuevo monte bíblico se rompían de nuevo en pedazos las Tablas de la Ley. Era moisíaco su enojo. Y se sacudía así las pequeñeces de la mente vulgar, como se sacude un león, tábanos. Discutir para él era robar tiempo al descubrimiento de la verdad. Como decía lo que veía, le irritaba que pusiesen en duda lo que decía. No era cólera de vanidad, sino de sinceridad. ¿Cómo había de ser culpa suya que los demás no poseyesen aquella luz esclarecedora de sus ojos? ¿No ha de negar la oruga que el águila vuela? Desdeñaba la argucia, y como para él lo extraordinario era lo común, se asombraba de la necesidad de demostrar a los hombres lo extraordinario. Si no le entendían, se encogía de hombros: la naturaleza se lo había dicho: él era un sacerdote de la naturaleza. Él no fingía revelaciones; él no construía mundos mentales; él no ponía voluntad ni esfuerzo de su mente en lo que en prosa o en verso escribía. Toda su prosa es verso. Y su verso y su prosa, son como ecos. Él veía detrás de sí al Espíritu creador que a través de él hablaba a la naturaleza. Él se veía como pupila transparente que lo veía todo, lo reflejaba todo, y sólo era pupila. Parece lo que escribe trozos de luz quebrada que daban en él, y bañaban su alma, y la embriagaban de la embriaguez que da la luz, y salían de él. ¿Qué habían de parecerle esas mentecillas vanidosas que andan montadas sobre convenciones, como sobre zancos? ¿Ni esos hombres indignos, que tienen ojos y no quieren ver? ¿Ni esos perezosos u hombres de rebaño, que no usan de sus ojos, y ven por los de otro? ¿Ni esos seres de barro, que andan por la tierra amoldados por sastres, y zapateros, y sombrereros, y esmaltados por joyeros, y dotados de sentidos y de habla, y de no más que esto? ¿Ni esos pomposos fraseadores, que no saben que cada pensamiento es un dolor de la mente, y lumbre que se enciende con olio de la propia vida, y cúspide de monte?
Jamás se vio hombre alguno más libre de la presión de los hombres, y de la de su época. Ni el porvenir le hizo temblar, ni le cegó al pasarlo. La luz que trajo en sí le sacó en salvo de este viaje por las ruinas, que es la vida. Él no conoció límites ni trabas. Ni fue hombre de su pueblo, porque lo fue del pueblo humano. Vio la tierra, la halló inconforme a sí, sintió el dolor de responder las preguntas que los hombres no hacen, y se plegó en sí. Fue tierno para los hombres, y fiel a sí propio. Le educaron para que enseñara un credo, y entregó a los crédulos su levita de pastor, porque sintió que llevaba sobre los hombros el manto augusto de la naturaleza. No obedeció a ningún sistema, lo que le parecía acto de ciego y de siervo; ni creó ninguno, lo que le parecía acto de mente flaca, baja y envidiosa. Se sumergió en la naturaleza, y surgió de ella radiante. Se sintió hombre, y Dios, por serlo. Dijo lo que vio, y donde no pudo ver, no dijo. Reveló lo que percibió, y
veneró lo que no podía percibir. Miró con ojos propios en el Universo, y habló un lenguaje propio. Fue creador, por no querer serlo. Sintió gozos divinos, y vivió en comercios deleitosos y celestiales. Conoció la dulzura inefable del éxtasis. Ni alquiló su mente, ni su lengua, ni su conciencia. De él, como de un astro, surgía luz. En él fue enteramente digno el ser humano.
Así vivió: viendo lo invisible y revelándolo. Vivía en ciudad sagrada, porque allí, cansados los hombres de ser esclavos, se decidieron a ser libres, y puesta la rodilla en tierra de Concord, que fue el pueblo del sabio, dispararon la bala primera, de cuyo hierro se ha hecho este pueblo, a los ingleses de casaca roja. En Concord vivía, que es como Túsculo, donde viven pensadores, eremitas y poetas. Era su casa, como él, amplia y solemne, cercada de altos pinos como en símbolo del dueño, y de umbrosos castaños. En el cuarto del sabio, los libros no parecían libros, sino huéspedes: todos llevaban ropas de familia, hojas descoloridas, lomos usados. Él lo leía todo, como águila que salta. Era el techo de la casa alto en el centro, cual morada de aquel que vivía en permanente vuelo a lo alto. Y salían de la empinada techumbre penachos de humo, como ese vapor de ideas que se ve a veces surgir de una gran frente pensativa. Allí leía a Montaigne, que vio por sí, y dijo cosas ciertas; a Swedenborg el místico, que tuvo mente oceánica; a Plotino, que buscó a Dios y estuvo cerca de hallarlo; a los hindús, que asisten trémulos y sumisos a la evaporación de su propia alma, y a Platón, que vio sin miedo, y con fruto no igualado, en la mente divina. O cerraba sus libros, y los ojos del cuerpo, para darse el supremo regalo de ver con el alma. O se paseaba agitado e inquieto, y como quien va movido de voluntad que no es la suya, y llameante, cuando, ganosa de expresión precisa, azotaba sus labios, como presa entre breñas que pugna por abrirse paso al aire, una idea. O se sentaba fatigado, y sonreía dulcemente, como quien ve cosa solemne, y acaricia agradecido su propio espíritu que la halla. ¡Oh, qué fruición, pensar bien! ¡Y qué gozo, entender los objetos de la vida! -¡gozo de monarca!-. Se sonríe a la aparición de una verdad, como a la de una hermosísima doncella. Y se tiembla, como en un misterioso desposorio. La vida que suele ser terrible, suele ser inefable. Los goces comunes son dotes de bellacos. La vida tiene goces suavísimos, que vienen de amar y de pensar. Pues ¿qué nubes hay más bellas en el cielo que las que se agrupan, ondean y ascienden en el alma de un padre que mira a su hijo? Pues ¿qué ha de envidiar un hombre a la santa mujer, no porque sufre, ni porque alumbre, puesto que un pensamiento, por lo que tortura antes de nacer, y regocija después de haber nacido, es un hijo? La hora del conocimiento de la verdad es embriagadora y augusta. No se siente que se sube, sino que se reposa. Se siente ternura filial y confusión en el padre. Pone el gozo en los ojos brillo extremo; en el alma, calma; en la mente, alas blandas que acarician. ¡Es como sentirse el cráneo poblado de estrellas: bóveda interior, silenciosa y vasta, que ilumina en noche solemne la mente tranquila! Magnífico mundo. Y luego que se viene de él, se aparta con la mano blandamente, como con piedad de lo pequeño, y ruego de que no perturbe el recogimiento
sacro, todo lo que ha sido obra de hombre. Uvas secas parecen los libros que poco ha parecían montes. Y los hombres, enfermos a quienes se trae cura. Y parecen los árboles, y las montañas, y
el cielo inmenso, y el mar pujante, como nuestros hermanos, o nuestros amigos. Y se siente el hombre un tanto creador de la naturaleza. La lectura estimula, enciende, aviva, y es como soplo de aire fresco sobre la hoguera resguardada, que se lleva las cenizas, y deja al aire el fuego. Se lee lo grande, y si se es capaz de lo grandioso, se queda en mayor capacidad de ser grande. Se despierta el león noble, y de su melena, robustamente sacudida, caen pensamientos como copos de oro.
sacro, todo lo que ha sido obra de hombre. Uvas secas parecen los libros que poco ha parecían montes. Y los hombres, enfermos a quienes se trae cura. Y parecen los árboles, y las montañas, y
el cielo inmenso, y el mar pujante, como nuestros hermanos, o nuestros amigos. Y se siente el hombre un tanto creador de la naturaleza. La lectura estimula, enciende, aviva, y es como soplo de aire fresco sobre la hoguera resguardada, que se lleva las cenizas, y deja al aire el fuego. Se lee lo grande, y si se es capaz de lo grandioso, se queda en mayor capacidad de ser grande. Se despierta el león noble, y de su melena, robustamente sacudida, caen pensamientos como copos de oro.
Era veedor sutil, que veía cómo el aire delicado se transformaba en palabras melodiosas y sabias en la garganta de los hombres, y escribía como veedor, y no como meditador. Cuanto escribe es máxima.Su pluma no es pincel que diluye, sino cincel que esculpe y taja. Deja la frase pura, como deja el buen escultor la línea pura. Una palabra innecesaria le parece una arruga en el contorno. Y al golpe de su cincel, salta la arruga en pedazos, y queda nítida la frase. Aborrecía lo innecesario. Dice, y agota lo que dice. A veces, parece que salta de una cosa a otra, y no se halla a primera vista la relación entre dos ideas inmediatas. Y es que para él es paso natural lo que para otros es salto. Va de cumbre en cumbre, como gigante, y no por las veredas y caminillos por donde andan, cargados de alforjas, los peatones comunes, que como miran desde tan abajo, ven pequeño al gigante alto. No escribe en periodos, sino en elencos. Sus libros son sumas, no demostraciones. Sus pensamientos parecen aislados, y es que ve mucho de una vez, y quiere de una vez decirlo todo, y lo dice como lo ve, a modo de lo que se lee a la luz de un rayo, o apareciese a una lumbre tan bella, que se sabe que ha de desaparecer. Y deja a los demás que desenvuelvan: él no puede perder tiempo; él anuncia. Su estilo no es lujoso, sino límpido. Lo depuraba, lo aquilataba, lo ponía a hervir. Tomaba de él la médula. No es su estilo montículo verde, lleno de plantas florecidas y fragantes: es monte de basalto. Se hacía servir de la lengua, y no era siervo de ella. El lenguaje es obra del hombre, y el hombre no ha de ser esclavo del lenguaje. Algunos no le entienden bien; y es que no se puede medir un monte a pulgadas. Y le acusan de oscuro; mas ¿cuándo no fueron acusados de tales los grandes de la mente? Menos mortificante es culpar de inentendible lo que se lee, que confesar nuestra incapacidad para entenderlo. Emerson no discute: establece. Lo que le enseña la naturaleza le parece preferible a lo que le enseña el hombre. Para él un árbol sabe más que un libro; y una estrella enseña más que una universidad; y una hacienda es un evangelio; y un niño de la hacienda está más cerca de la verdad universal que un anticuario. Para él no hay cirios como los astros, ni altares como los montes, ni predicadores como las noches palpitantes y profundas. Emociones angélicas le llenan si ve desnudarse de entre sus velos, rubia y alegre, la mañana. Se siente más poderoso que monarca asirio o rey de Persia, cuando asiste a una puesta de solo, o a un alba riente. Para ser bueno no necesita más que ver lo bello. A esas llamas, escribe. Caen sus ideas en la mente como piedrecillas blancas en mar luminoso: ¡qué chispazos!, ¡qué relampagueos!, ¡qué venas de fuego! Y se siente vértigo, como si se viajara en el lomo de un león volador. Él mismo lo sintió, y salió fuerte de él. Y se aprieta el libro contra el seno, como a un amigo bueno y generoso; o se le acaricia tiernamente, como a la frente limpia de una mujer leal.
Pensó en todo lo hondo. Quiso penetrar el misterio de la vida:quiso descubrir las leyes de la existencia del Universo. Criatura, se sintió fuerte, y salió en busca del Creador. Y volvió del viaje contento, y diciendo que lo había hallado. Pasó el resto de su vida en la beatitud que sigue a este coloquio. Tembló como hoja de árbol en esas expansiones de su espíritu, y vertimientos en el espíritu universal; y volvía a sí, fragante y fresco como hoja de árbol. Los hombres le pusieron delante al nacer todas esas trabas que han acumulado los siglos, habitados por hombres presuntuosos, ante la cuna de los hombres nuevos. Los libros están llenos de venenos sutiles, que inflaman la imaginación y enferman el juicio. Él apuró todas esas copas y anduvo por sí mismo, tocado apenas del veneno. Es el tormento humano que para ver bien se necesita ser sabio y olvidar que se lo es. La posesión de la verdad no es más que la lucha entre las revelaciones impuestas de los hombres. Unos sucumben y son meras voces de otro espíritu. Otros triunfan, y añaden nueva voz a la de la naturaleza. Triunfó Emerson: he ahí su filosofía. «Naturaleza» se llama su mejor libro: en él se abandona a esos deleites exquisitos, narra esos paseos maravillosos,
se revuelve con magnífico brío contra los que piden ojos para ver, y olvidan sus ojos; y ve al hombre señor, y al Universo blando y sumiso, y a todo lo vivo surgiendo de un seno y yendo al seno, y sobre todo lo que vive, al Espíritu que vivirá, y al hombre en sus brazos. Da cuenta de sí, y de lo que ha visto. De lo que no sintió, no da cuenta. Prefiere que le tengan por inconsistente que por imaginador. Donde ya no ven sus ojos, anuncia que no ve. No niega que otros vean; pero
mantiene lo que ha visto. Si en lo que vio hay cosas opuestas, otro comente, y halle la distinción: él narra. Él no ve más que analogías; él no halla contradicciones en la naturaleza; él ve que todo en ella es símbolo del hombre, y todo lo que hay en el hombre lo hay en ella. Él ve que la naturaleza influye en el hombre, y que éste hace a la naturaleza alegre, o triste, o elocuente, o muda, o ausente, o presente, a su capricho. Ve la idea humana señora de la materia universal. Ve que la hermosura física vigoriza y dispone el espíritu del hombre a la hermosura moral. Ve que el espíritu desolado juzga el Universo desolado. Ve que el espectáculo de la naturaleza inspira fe, amor y respeto. Siente que el Universo que se niega a responder al hombre en fórmulas, le responde inspirándole sentimientos que calman sus ansias, y le permiten vivir fuerte, orgulloso y alegre. Y mantiene que todo se parece a todo, que todo tiene el mismo objeto, que todo da en el hombre, que lo embellece con su mente todo, que a través de cada criatura pasan todas las corrientes de la naturaleza, que cada hombre tiene en sí al Creador, y cada cosa creada tiene algo del Creador en sí, y todo irá a dar al cabo en el seno del Espíritu creador, que hay una unidad central en los hechos, en los pensamientos y en las acciones; que el alma humana, al viajar por toda la naturaleza, se halla a sí misma en toda ella; que la hermosura del Universo fue creada para inspirarse el deseo, y consolarse los dolores de la virtud, y estimular al hombre a buscarse y hallarse; que «dentro del hombre está el alma del conjunto, la del sabio silencio, la hermosura universal a la que toda parte y partícula está igualmente relacionada: el Uno Eterno». La vida no le inquieta; está contento, puesto que obra bien: lo que importa es ser virtuoso: «la virtud es la llave de oro que abre las puertas de la Eternidad »: la vida no es sólo el comercio ni el gobierno, sino es más, el comercio con las fuerzas de la naturaleza y el gobierno de sí: de aquéllas viene éste: el orden universal inspira el orden individual: la alegría es cierta, y es la impresión suma; luego, sea cualquiera la verdad sobre todas las cosas misteriosas, es racional que ha de hacerse lo que produce alegría real, superior a toda otra clase de alegría, que es la virtud: la vida no es más que «una estación en la naturaleza». Y así corren los ojos del que lee por entre esas páginas radiantes y serenas, que parecen escritas, por sobrehumano favor, en cima de montaña, a luz no humana; así se fijan los ojos, encendidos en deseos de ver esas seductoras maravillas, y pasear por el palacio de todas esas verdades, por entre esas páginas que encadenan y relucen, y que parecen espejos de acero que reflejan, a ojos airados de tanta luz, imágenes gloriosas. ¡Ah, leer cuando se está sintiendo el golpeo de la llama en el cerebro, es como clavar un águila viva! ¡Si la mano fuera rayo y pudiera aniquilar el cráneo sin cometer crimen!
se revuelve con magnífico brío contra los que piden ojos para ver, y olvidan sus ojos; y ve al hombre señor, y al Universo blando y sumiso, y a todo lo vivo surgiendo de un seno y yendo al seno, y sobre todo lo que vive, al Espíritu que vivirá, y al hombre en sus brazos. Da cuenta de sí, y de lo que ha visto. De lo que no sintió, no da cuenta. Prefiere que le tengan por inconsistente que por imaginador. Donde ya no ven sus ojos, anuncia que no ve. No niega que otros vean; pero
mantiene lo que ha visto. Si en lo que vio hay cosas opuestas, otro comente, y halle la distinción: él narra. Él no ve más que analogías; él no halla contradicciones en la naturaleza; él ve que todo en ella es símbolo del hombre, y todo lo que hay en el hombre lo hay en ella. Él ve que la naturaleza influye en el hombre, y que éste hace a la naturaleza alegre, o triste, o elocuente, o muda, o ausente, o presente, a su capricho. Ve la idea humana señora de la materia universal. Ve que la hermosura física vigoriza y dispone el espíritu del hombre a la hermosura moral. Ve que el espíritu desolado juzga el Universo desolado. Ve que el espectáculo de la naturaleza inspira fe, amor y respeto. Siente que el Universo que se niega a responder al hombre en fórmulas, le responde inspirándole sentimientos que calman sus ansias, y le permiten vivir fuerte, orgulloso y alegre. Y mantiene que todo se parece a todo, que todo tiene el mismo objeto, que todo da en el hombre, que lo embellece con su mente todo, que a través de cada criatura pasan todas las corrientes de la naturaleza, que cada hombre tiene en sí al Creador, y cada cosa creada tiene algo del Creador en sí, y todo irá a dar al cabo en el seno del Espíritu creador, que hay una unidad central en los hechos, en los pensamientos y en las acciones; que el alma humana, al viajar por toda la naturaleza, se halla a sí misma en toda ella; que la hermosura del Universo fue creada para inspirarse el deseo, y consolarse los dolores de la virtud, y estimular al hombre a buscarse y hallarse; que «dentro del hombre está el alma del conjunto, la del sabio silencio, la hermosura universal a la que toda parte y partícula está igualmente relacionada: el Uno Eterno». La vida no le inquieta; está contento, puesto que obra bien: lo que importa es ser virtuoso: «la virtud es la llave de oro que abre las puertas de la Eternidad »: la vida no es sólo el comercio ni el gobierno, sino es más, el comercio con las fuerzas de la naturaleza y el gobierno de sí: de aquéllas viene éste: el orden universal inspira el orden individual: la alegría es cierta, y es la impresión suma; luego, sea cualquiera la verdad sobre todas las cosas misteriosas, es racional que ha de hacerse lo que produce alegría real, superior a toda otra clase de alegría, que es la virtud: la vida no es más que «una estación en la naturaleza». Y así corren los ojos del que lee por entre esas páginas radiantes y serenas, que parecen escritas, por sobrehumano favor, en cima de montaña, a luz no humana; así se fijan los ojos, encendidos en deseos de ver esas seductoras maravillas, y pasear por el palacio de todas esas verdades, por entre esas páginas que encadenan y relucen, y que parecen espejos de acero que reflejan, a ojos airados de tanta luz, imágenes gloriosas. ¡Ah, leer cuando se está sintiendo el golpeo de la llama en el cerebro, es como clavar un águila viva! ¡Si la mano fuera rayo y pudiera aniquilar el cráneo sin cometer crimen!
¿Y la muerte? No aflige la muerte a Emerson: la muerte no aflige ni asusta a quien ha vivido noblemente: sólo la teme el que tiene motivos de temor: será inmortal el que merezca serlo: morir es volver lo finito a lo infinito: rebelarse no le parece bien: la vida es un hecho que tiene razón de ser, puesto que es: sólo es un juguete para los imbéciles, pero es un templo para los verdaderos hombres: mejor que rebelarse es vivir adelantando por el ejercicio honesto del espíritu sentidor y pensador.
¿Y las ciencias? Las ciencias confirman lo que el espíritu posee: la analogía de todas las fuerzas de la naturaleza; la semejanza de todos los seres vivos; la igualdad de la composición de todos los elementos del Universo; la soberanía del hombre, de quien se conocen inferiores mas a quien no se conocen superiores. El espíritu presiente; las creencias ratifican. El espíritu, sumergido en lo abstracto, ve el conjunto; la ciencia, insecteando por lo concreto, no ve más que el detalle. Que el Universo haya sido formado por procedimientos lentos, metódicos y análogos, ni anuncia el fin de la naturaleza, ni contradice la existencia de los hechos espirituales. Cuando el ciclo de las ciencias esté completo, y sepan cuanto hay que saber, no sabrán más que lo que sabe hoy el espíritu, y sabrán lo que él sabe. Es verdad que la mano del saurio se parece a la mano del hombre, pero también es verdad que el espíritu del hombre llega joven a la tumba a que el cuerpo llega viejo, y que siente en su inmersión en el espíritu universal tan penetrantes y arrebatadores placeres, y tras ellos una energía tan fresca y potente, y una serenidad tan majestuosa, y una necesidad tan viva de amar y perdonar, que esto, que es verdad para quien lo es, aunque no lo sea para quien no llega a esto, es ley de vida tan cierta como la semejanza entre la mano del saurio y la del hombre.
¿Y el objeto de la vida? El objeto de la vida es la satisfacción del anhelo de perfecta hermosura; porque como la virtud hace hermosos los lugares en que obra, así los lugares hermosos obran sobre la virtud. Hay carácter moral en todos los elementos de la naturaleza: puesto que todos avivan este carácter en el hombre, puesto que todos lo producen, todos lo tienen. Así, son una la verdad, que es la hermosura en el juicio; la bondad, que es la hermosura en los afectos; y la mera belleza, que es la hermosura en el arte. El arte no es más que la naturaleza creada por el hombre. De esta intermezcla no se sale jamás. La naturaleza se postra ante el hombre y le da sus diferencias, para que perfeccione su juicio; sus maravillas, para que avive su voluntad a imitarlas; sus exigencias, para que eduque su espíritu en el trabajo, en las contrariedades y en la virtud que las vence. La naturaleza da al hombre sus objetos, que se reflejan en su mente, la cual gobierna su habla, en la que cada objeto va a transformarse en un sonido. Los astros son mensajeros de hermosuras, y lo sublime perpetuo. El bosque vuelve al hombre a la razón y a la fe, y es la juventud perpetua. El bosque alegra, como una buena acción. La naturaleza inspira, cura, consuela, fortalece y prepara para la virtud al hombre. Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo, ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza. El Universo va en múltiples formas a dar en el hombre, como los radios al centro del círculo, y el hombre va con los múltiples actos de su voluntad, a obrar sobre el Universo, como radios que parten del centro. El Universo, con ser múltiple, es uno: la música puede imitar el movimiento y los colores de la serpiente. La locomotora es el elefante de la creación del hombre, potente y colosal como los elefantes. Sólo el grado de calor hace diversas el agua que corre por el cauce del río y las piedras que el río baña. Y en todo ese Universo múltiple, todo acontece, a modo de símbolo del ser humano, como acontece en el hombre. Va el humo al aire como a la infinidad el pensamiento. Se mueven y encrespan las aguas de los mares como los afectos en el alma. La sensitiva es débil, como la mujer sensible. Cada cualidad del hombre está representada en un animal de la naturaleza. Los árboles nos hablan una lengua que entendemos. Algo deja la noche en el oído, puesto que el corazón que fue a ella atormentado por la duda, amanece henchido de paz. La aparición de la verdad ilumina súbitamente el alma, como el sol ilumina la naturaleza. La mañana hace piar a las aves y hablar a los hombres. El crepúsculo nocturno recoge las alas de las aves y las palabras de los hombres. La virtud, a la que todo conspira en la naturaleza, deja al hombre en paz, como si hubiese acabado su tarea, o como curva que reentra en sí, y ya no tiene más que andar y remata el círculo. El Universo es siervo y rey el ser humano. El Universo ha sido creado para la enseñanza, alimento, placer y educación del hombre. El Hombre, frente a la naturaleza que cambia y pasa, siente en sí algo estable. Se siente a la par eternamente joven e inmemorablemente viejo. Conoce que sabe lo que sabe bien que no aprendió aquí: lo cual le revela vida anterior, en que adquirió esa ciencia que a ésta trajo. Y vuelve los ojos a un Padre que no ve, pero de cuya presencia está seguro, y cuyo beso, que llena los ámbitos, y le viene en los aires nocturnos cargados de aromas, deja en su frente lumbre tal que ve a su blanda palidez confusamente revelados el universo interior, donde está en breve todo el exterior, y el exterior, donde está el interior magnificado, y el temido y hermoso universo de la muerte. ¿Pero está Dios
fuera de la tierra? ¿Es Dios la misma tierra? ¿Está sobre la Naturaleza? ¿La naturaleza es creadora, y el inmenso ser espiritual a cuyo seno el alma humana aspira, no existe? ¿Nació de sí mismo el mundo en que vivimos? ¿Y se moverá como se mueve hoy perpetuamente, o se evaporará, y mecidos por sus vapores, iremos a confundirnos, en compenetración augusta y deleitosa, con un ser de quien la naturaleza es mera aparición? Y así revuelve este hombre gigantesco la poderosa mente, y busca con los ojos abiertos en la sombra el cerebro divino, y lo halla próvido, invisible, uniforme y palpitante en la luz, en la tierra, en las aguas y en sí mismo, y siente que sabe lo que no puede decir, y que el hombre pasará eternamente la vida tocando con sus manos, sin llegar a palparlos jamás, los bordes de las alas del águila de oro, en que al fin ha de sentarse. Este hombre se ha erguido frente al Universo, y no se ha desvanecido. Ha osado analizar la síntesis, y no se ha extraviado.
Ha tendido los brazos, y ha abarcado con ellos el secreto de la vida. De su cuerpo, cestilla ligera de su alado espíritu, ascendió entre labores dolorosas y mortales ansias, a esas cúspides puras, desde donde se dibujan, como en premio al afán del viajador, las túnicas bordadas de luz estelar de los seres infinitos. Ha sentido ese desborde misterioso del alma en el cuerpo, que es ventura solemne, y llena los labios de besos, y las manos de caricias, y los ojos de llanto, y se parece al súbito hinchamiento y rebose de la naturaleza en primavera. Y sintió luego esa calma que viene de la plática con lo divino. Y esa magnífica arrogancia de monarca que la conciencia de su poder da al hombre. Pues ¿qué hombre dueño de sí no ríe de un rey?
fuera de la tierra? ¿Es Dios la misma tierra? ¿Está sobre la Naturaleza? ¿La naturaleza es creadora, y el inmenso ser espiritual a cuyo seno el alma humana aspira, no existe? ¿Nació de sí mismo el mundo en que vivimos? ¿Y se moverá como se mueve hoy perpetuamente, o se evaporará, y mecidos por sus vapores, iremos a confundirnos, en compenetración augusta y deleitosa, con un ser de quien la naturaleza es mera aparición? Y así revuelve este hombre gigantesco la poderosa mente, y busca con los ojos abiertos en la sombra el cerebro divino, y lo halla próvido, invisible, uniforme y palpitante en la luz, en la tierra, en las aguas y en sí mismo, y siente que sabe lo que no puede decir, y que el hombre pasará eternamente la vida tocando con sus manos, sin llegar a palparlos jamás, los bordes de las alas del águila de oro, en que al fin ha de sentarse. Este hombre se ha erguido frente al Universo, y no se ha desvanecido. Ha osado analizar la síntesis, y no se ha extraviado.
Ha tendido los brazos, y ha abarcado con ellos el secreto de la vida. De su cuerpo, cestilla ligera de su alado espíritu, ascendió entre labores dolorosas y mortales ansias, a esas cúspides puras, desde donde se dibujan, como en premio al afán del viajador, las túnicas bordadas de luz estelar de los seres infinitos. Ha sentido ese desborde misterioso del alma en el cuerpo, que es ventura solemne, y llena los labios de besos, y las manos de caricias, y los ojos de llanto, y se parece al súbito hinchamiento y rebose de la naturaleza en primavera. Y sintió luego esa calma que viene de la plática con lo divino. Y esa magnífica arrogancia de monarca que la conciencia de su poder da al hombre. Pues ¿qué hombre dueño de sí no ríe de un rey?
A veces deslumbrado por esos libros resplandecientes de los hindús, para los que la criatura humana, luego de purificada por la virtud, vuela, como mariposa de fuego, de su escoria terrenal al seno de Brahma, siéntase a hacer lo que censura, y a ver la naturaleza a través de ojos ajenos, porque ha hallado esos ojos conformes a los propios, y ve oscuramente y desluce sus propias visiones. Y es que aquella filosofía india embriaga, como un bosque de azahares, y acontece con ella como con ver volar aves, que enciende ansias de volar. Se siente el hombre, cuando penetra en ella, dulcemente aniquilado, y como mecido, camino de lo alto, en llamas azules. Y se pregunta entonces si no es fantasmagoría la naturaleza, y el hombre fantaseador, y todo el Universo una idea, y Dios la idea pura, y el ser humano la idea aspiradora, que irá a parar al cabo, como perla en su concha, y flecha en tronco de árbol, en el seno de Dios. Y empieza a andamiar y a edificar el Universo. Pero al punto echa abajo los andamios, avergonzado de la ruindad de su edificio, y de la pobreza de la mente, que parece, cuando se da a construir mundos, hormiga que arrastra a su espalda una cadena de montañas.
Y vuelve a sentir correr por sus venas aquellos efluvios místicos y vagos; a ver cómo se apaciguan las tormentas de su alma en el silencio amigo, poblado de promesas, de los bosques; a observar que donde la mente encalla, como buque que da en roca seca, el presentimiento surge, como ave presa, segura del cielo, que se escapa de la mente rota; a traducir en el lenguaje encrespado y brutal y rebelde como piedra, los lúcidos trasportes, los púdicos deliquios, los deleites balsámicos, los goces enajenadores del espíritu trémulo a quien la cautiva naturaleza, sorprendida ante el amante osado, admite a su consorcio. Y anuncia a cada hombre que, puesto que el Universo se le revela entero y directamente, con él le es revelado el derecho de ver en él por sí, y saciar con los propios labios la ardiente sed que inspira. Y como en esos coloquios aprendió que el puro pensamiento y el puro afecto producen goces tan vivos que el alma siente en ellos una dulce muerte, seguida de una radiosa resurrección, anuncia a los hombres que sólo se es venturoso siendo puro.
Y vuelve a sentir correr por sus venas aquellos efluvios místicos y vagos; a ver cómo se apaciguan las tormentas de su alma en el silencio amigo, poblado de promesas, de los bosques; a observar que donde la mente encalla, como buque que da en roca seca, el presentimiento surge, como ave presa, segura del cielo, que se escapa de la mente rota; a traducir en el lenguaje encrespado y brutal y rebelde como piedra, los lúcidos trasportes, los púdicos deliquios, los deleites balsámicos, los goces enajenadores del espíritu trémulo a quien la cautiva naturaleza, sorprendida ante el amante osado, admite a su consorcio. Y anuncia a cada hombre que, puesto que el Universo se le revela entero y directamente, con él le es revelado el derecho de ver en él por sí, y saciar con los propios labios la ardiente sed que inspira. Y como en esos coloquios aprendió que el puro pensamiento y el puro afecto producen goces tan vivos que el alma siente en ellos una dulce muerte, seguida de una radiosa resurrección, anuncia a los hombres que sólo se es venturoso siendo puro.
Luego que supo esto, y estuvo cierto de que los astros son la corona del hombre, y que cuando su cráneo se enfriase, su espíritu sereno hendiría el aire, envuelto en luz, puso su mano amorosa sobre los hombres atormentados, y sus ojos vivaces y penetrantes en los combates rudos de la tierra. Sus miradas limpiaban de escombros. Toma puesto familiarmente a la mesa de los héroes. Narra con lengua homérica los lances de los pueblos. Tiene la ingenuidad de los gigantes. Se deja guiar de su intuición, que le abre el seno de las tumbas, como el de las nubes. Como se sentó, y volvió fuerte, en el senado de los astros, se sienta, como en casa de hermanos, en el senado de los pueblos. Cuenta de historia vieja y de historia nueva. Analiza naciones, como un geólogo fósiles. Y parecen sus frases vértebras de mastodonte, estatuas doradas, pórticos griegos. De otros hombres puede decirse: «Es un hermano»; de éste ha de decirse: «Es un padre». Escribió un libro maravilloso, suma humana, en que consagra, y estudia en sus tipos, a los hombres magnos. Vio a la vieja Inglaterra de donde le vinieron sus padres puritanos, y de su visita hizo otro libro, fortísimo libro, que llamó «Rasgos ingleses». Agrupó en haces los hechos de la vida, y los estudió en mágicos «Ensayos», y les dio leyes. Como en un eje, giran en esta verdad todas sus leyes para la vida: «toda la naturaleza tiembla ante la conciencia de un niño». El culto, el destino, el poder, la riqueza, las ilusiones, la grandeza, fueron por él, como por mano de químico, descompuestos y analizados. Deja en pie lo bello. Echa a tierra lo falso. No respeta prácticas. Lo vil, aunque esté consagrado, es vil. El hombre debe empezar a ser angélico. Ley es la ternura; ley, la resignación; ley, la prudencia. Esos ensayos son códigos. Abruman de exceso de savia. Tienen la grandiosa monotonía de una cordillera de montañas. Los realza una fantasía infatigable y un buen sentido singular. Para él no hay contradicción entre lo grande y lo pequeño, ni entre lo ideal y lo práctico, y las leyes que darán el triunfo definitivo, y el derecho de coronarse de astros, dan la felicidad en la tierra. Las contradicciones no están en la naturaleza, sino en que los hombres no saben descubrir sus analogías. No desdeña la ciencia por falsa, sino por lenta. Ábrense sus libros, y rebosan verdades científicas. Tyndall dice que debe a él toda su ciencia. Toda la doctrina transformista está comprendida en un haz de frases de Emerson. Pero no cree que el entendimiento baste a penetrar el misterio de la vida, y dar paz al hombre y ponerle en posesión de sus medios de crecimiento. Cree que la intuición termina lo que el entendimiento empieza. Cree que el espíritu eterno adivina lo que la ciencia humana rastrea. Ésta, husmea como un can; aquél, salva el abismo, en que el naturalista anda entretenido, como enérgico cóndor. Emerson observaba siempre, acotaba cuanto veía, agrupaba en sus libros de notas los hechos semejantes, y hablaba, cuando tenía que revelar. Tiene de Calderón, de Platón y de Píndaro. Tiene de Franklin. No fue cual bambú hojoso, cuyo ramaje corpulento, mal sustentado por el tallo hueco, viene a tierra; sino como baobab, o sabino, o samán grande, cuya copa robusta se yergue en tronco fuerte. Como desdeñoso de andar por la tierra, y malquerido por los hombres juiciosos, andaba por la tierra el idealismo. Emerson lo ha hecho humano: no aguarda a la ciencia, porque el ave no necesita de zancos para subir a las alturas, ni el águila de rieles. La deja atrás, como caudillo impaciente, que monta caballo volante, a soldado despacioso, cargado de pesada herrajería. El idealismo no es, en él, deseo vago de muerte, sino convicción de vida posterior que ha de merecerse con la práctica serena de la virtud en esta vida. Y la vida es tan hermosa y tan ideal como la muerte. ¿Se quiere verle concebir? Así concibe: quiere decir que el hombre no consagra todas sus potencias, sino la de entender, que no es la más rica de ellas, al estudio de la naturaleza, por lo cual no penetra bien en ella, y dice: «es que el eje de la visión del hombre no coincide con el eje de la naturaleza». Y quiere explicar cómo todas las verdades morales y físicas se contienen unas y otras, y están en cada una todas las demás, y dice: «son como los círculos de una circunferencia, que se comprenden todos los unos a los otros, y entran y salen libremente sin que ninguno esté por encima de otro». ¿Se quiere oír cómo habla? Así habla: «Para un hombre que sufre, el calor de su propia chimenea tiene tristeza». «No estamos hechos como buques, para ser sacudidos, sino como edificios, para estar en firme.» «Cortad estas palabras, y sangrarán.» «Ser grande es no ser entendido.» «Leónidas consumió un día en morir.» «Estériles, como un solo sexo, son los hechos de la historia natural, tomados por sí mismos.» «Ese hombre anda pisoteando en el fango de la dialéctica.»
Y su poesía está hecha como aquellos palacios de Florencia, de colosales pedruscos irregulares. Bate y olea como agua de mares. Y otras veces parece en mano de un niño desnudo, cestillo de flores. Es poesía de patriarcas, de hombres primitivos, de cíclopes. Robledales en flor semejan algunos poemas suyos. Suyos son los únicos versos poémicos que consagran la lucha magna de esta tierra. Y otros poemas son como arroyuelos de piedras preciosas, o jirones de nube, o trozo de rayo. ¿No se sabe aún qué son sus versos? Son unas veces como anciano barbado, de barba serpentina, cabellera tortuosa y mirada llameante, que canta, apoyado en un vástago de encina, desde una cueva de piedra blanca, y otras veces, como ángel gigantesco de alas de oro, que se despeña desde alto monte verde en el abismo. ¡Anciano maravilloso, a tus pies dejo todo mi haz de palmas frescas y mi espada de plata!
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